23 de noviembre de 2010

¿Qué es lo importante?

"Muchas personas se pierden las pequeñas alegrías mientras aguardan la gran felicidad".

 
Los Peligros o cómo intimidar con el nombre

No dejéis de valorar las pequeñas alegrías. Es lo único que tenemos. Pero es muy valioso.

15 de noviembre de 2010

El tío Bob manda, pringaos

A veces España da rabia, pero a veces mola muchísimo.

Que si somo un país cutre... Sí, pero a ver en qué otro país de estirados te ponen tapa con la caña.

Que si no pintamos nada en el exterior... Sí, pero quién es la última selección que se puso la estrellita en la camiseta.

Que si tenemos una televisión hedionda... Sí, pero nos rendimos a Bob Esponja.  Sí, el tío Bob manda, pringaos cerebros pseudotelevisivos que habeís rellenado la nueva y anchísima parrilla de televisión con tertulias fachoides. Con un montón de canales que ni conocemos ni tenemos ganas de sintonizar. ¿De qué os servido, prebostes de la comunicación? ¡De nada, porque un tipo hecho de esponja os ha dado a todos por el saco!

¡Cabalga, Pedrojota, cabalga!
Porque resulta que, entre la plaga de canales que asola nuestras televisiones, una pequeña joya se ha impuesto por selección natural para reinar en el dictado de las audiencias: Clan TVE. El canal de dibujos animados del ente público gana por goleada a todos los demás. Un simple datito ilustrativo del pasado jueves. A las nueve de la noche coincidían varias tertulias cansinas en canales como Intereconomía o VeoTV (¿quién chorra ve estos canales? me pregunto) y ninguna ni soñaba con llegar al medio millón de espectadores. A esa misma hora, un millón de personas seguía atentamente las evoluciones de Bob y Patricio y su puteo continuo a Calamardo. Reconozco que yo también me he enganchado a los dibujitos de marras. Puestos a ver en TV a tipos que hagan reír, prefiero a gente íntegra como Bob y no a los casposos tertulianos que amenazan nuestras meninges con su discurso sectario y fanático.

28 de octubre de 2010

Relatos 2: Ánimo, ¿vale?


Se me acercó aquel hombre. Parecía que alguien le había succionado el rostro y ahora apenas quedaba carne en la que alojar esos ojos meditabundos, perdidos, dislocados. Vestía un chándal y arrastraba por el vagón una mochila de tela vaquera. Levanté la vista del periódico para escuchar mejor lo que intentaba decirme, pero era imposible entender nada en aquel hablar bajito y extraviado. No sabía qué imploraba, pero sabía que imploraba. Saqué la cartera del bolsillo y abrí el monedero, donde había una moneda de dos euros y otras dos de veinte céntimos. Dejé la grande en su sitio y le tendí las dos pequeñas. El extendió una mano que solo era dedos y recogió el botín sin fuerzas para agradecérmelo porque solo le quedaba aliento para seguir arrastrando la mochila. Unos segundos después volví a escuchar sus ruegos. Ahora le tocaba a una chica morena y guapa de unos veinte años que refugiaba los pies en unas largas botas de cuero. Escuché claramente lo que ella dijo, “es que no llevo nada”. El hombre descarnado no se inmutó y siguió peleando contra el mundo camino del siguiente vagón. Era la una y media de la madrugada. Al cabo de dos estaciones escuché un sonido nuevo que interrumpió mi lectura. No podía creer que alguien estuviera sollozando. Un lamento sordo, mezclado con sorbo de lágrimas, en el que la tristeza quedaba varada. Pensé que el hombrecillo estaba seco, que no podía llorar de esa forma, y acerté. A mi derecha, en la siguiente bancada de asientos, la chica que no tenía monedas se estaba desbordando con la cabeza entre las manos. 

Agresión visual continuada. Tarjeta amarilla.

Quedaban dos estaciones para llegar a mi destino y me pareció muy poco tiempo para resolver aquel enigma. Encima perdí una estación sin hacer nada, paralizado por ese llanto profundo en el que se expandía una pena insondable. Era muy desconsolado. Estábamos a punto de llegar a mi parada y me levanté, notando que tenía las zapatillas bañadas en plomo. Me liberé un poco de peso mientras entrábamos en mi estación.
-       Oye, ¿te encuentras bien? –dije después de levantarme, a un metro de distancia de las lágrimas.
Ella levantó la vista, incrédula. Me dijo que sí con la cabeza, pero que no con el alma, que también se expresó aunque no sé cómo. Luego pasaron cinco segundos hasta que el convoy freno del todo. Entonces pulsé el botón, se abrió la puerta y saqué medio cuerpo del vagón antes de volverme.
-       Ánimo, ¿vale? –le dije, sintiéndome mal porque no podía ayudar más.
Ella tenía una mano en la cara, atareada con un pañuelo. El sofoco no le dejó contestar. Con la otra mano me regaló un adiós sincero. También dijo que sí con la cabeza, sonriendo. Mientras subía las escaleras mecánicas me sentí feliz, pero solo duró un puñado de segundos. El metro siguió su camino con la chica dentro y yo lo vi marcharse desde la altura. Salí a la calle y las últimas escaleras, estas de piedra, trocearon mi sombra. La ciudad descansaba como un dinosaurio herido.

19 de octubre de 2010

Muertes ridículas 2: Autólisis

Vale, el suicidio no es exactamente una muerte ridícula, ni da risa claro, pero, de algún modo, está en el mismo saco que el tipo que palmó por el GPS o similares: finales trágicos evitables. Darse muerte a uno mismo es un tema oscuro, sombrío, limítrofe con el abismo. En los medios queda difuminado, generalmente se habla de "accidentes" por miedo a un supuesto "efecto llamada" que nunca ha quedado demostrado. Usease, que si lees que un tipo se ha suicidado te entran unas ganas terribles de curiosear en el cajón de los cuchillos. Por eso es tan llamativo que El País haya abordado el tema en las habituales mejores dos páginas del periodismo diario: su apertura de Vida&Artes.

Mochilo nunca superó la pérdida de Gazpacho

El reportaje es una pistola cargada de balas. Primer disparo, ataque directo a la perplejidad del lector: ¿sabéis cuánta gente se autodespide en España cada día? Nueve personas, toma ya, un total de 3.457 al año. Segundo fogonazo en la estadística palmaria de sexos: tres hombres por cada mujer. Hala y ahora pon a mil expertos a reflexionar sobre las causas sociológicas, psicológicas, económicas, familiares... de estos datos que, como queda claro en el reportaje, aquí no se pone de acuerdo ni dios. Joder, es que no sé a vosotros, pero a mí se me rebullen las vísceras cuando algo supera mi comprensión. Y esto del suicido se me queda a muchos kilómetros. Sinceramente, me parece estúpido por la cantidad de cosas estupendas que tiene la vida pero, al mismo tiempo, imagino que, si se juntan muchas putadas, puedes ser engullido por un descomunal agujero negro de depresión. Mal rollo. Los expertoides solo se ponen de acuerdo en una cosa: el que tiene dos buenos colchones (familia y amigos) no se levanta para ir a la azotea y sucumbir a la llamada del vacio. ¡Todos a cultivar!

15 de octubre de 2010

Relatos 1: Los chinos


En la tienda se oye el sonido de la electricidad atravesando la nevera. En el umbral de la calle apenas se escucha un zumbido de grillo moribundo y dos pasos más lejos ni siquiera eso. Jiang se encuentra en la frontera entre el murmullo eléctrico y el silencio. Los pies le pesan como alforjas porque está atenazado por un veneno dulce, el que se apodera de él cada vez que su amiga Xiaoqing va a la tienda a visitarle. Esta vez han salido a la calle por sugerencia de Jiang, que desea espacio. Piensa que las paredes baratas de la tienda pueden engullirlos a ambos. Por un momento imagina que es un héroe salvando a la chica de un monstruo y coge algo de ánimo, pero no dura mucho, porque el veneno enseguida se apodera de todo. El efecto de la pócima resulta letal cuando ve la falda corta de Xiaoqing, que, cegada por la inocencia, duda de su eficacia como hechicera. Ella también está un poco envenenada. 17 años. Quizá son demasiado jóvenes para encarar el reto con el que han chocado. Sus familias compartían una arraigada amistad en China, tan profunda que les impulsó como una catapulta hacia España, donde creían que la gente vivía de noche y soñaba de día. En China compartieron trastadas de niños, pero nunca fueron amigos por culpa de Jiang, tan empeñado en tirar de las trenzas a Xiaoqing que la niña sucumbió a uno de esos miedos infantiles que arrasan valles y montañas. La adolescencia generó olvido mutuo, pero una vez superados los granos y las bravuconadas, se mudaron a España y empezaron a encajar. De momento solo era una promesa agazapada, pero cada vez era más evidente que una chispa bastaría para inflamar su relación. 


En medio del silencio veraniego, Jiang escucha nítidamente los pasos de una persona entrando a la tienda. Se disculpa ante Xiaoqing con una sonrisa improvisada y entra en el comercio, donde no hay ningún monstruo amenazador, solo un hombre escarbando en la nevera. Su corpachón, agitado por un vaivén incierto, frisa los cincuenta. El electrodoméstico gimotea siempre que enredan sus entrañas.

- ¿No hay hielo? Vamos no me jodas.

Jiang se excusa con un movimiento de hombros inocuo que no agrada al cliente. El tipo se acerca al mostrador y pone las manazas encima del cristal. Aunque atufa a alcohol, Jiang logra contener el gesto de asco que su cuerpo le obliga a mostrar. No lleva ni un año detrás del mostrador, pero no es la primera vez que se enfrenta a una situación similar. Por qué ahora, se pregunta en medio del traqueteo, en el vagón de una montaña rusa que empieza a acelerar.

- ¿No se supone que tenéis de todo? ¿No se supone que tenéis de todo?

Un hombre desquiciado a las seis de la tarde.

Los gritos envilecen el ambiente silenciando la monotonía eléctrica de la nevera. Jiang siente miedo y el puñado de palabras que sabe decir en español no pueden sacarle de un apuro así. Con el rabillo del ojo ve que Xiaoqing tiene medio cuerpo dentro de la tienda. Ella también está asustada por los bramidos del bruto, que amenaza con subir otro escalón. Dicho y hecho. No tarda ni un segundo en coger a Jiang de la solapa de su camisa para increparle de cerca. A un milímetro de la agresión física, el joven respira el miedo. No es valiente y no le importa, pero saber que Xiaoqing está contemplando la escena agujerea el centro neurálgico de su orgullo.  Se siente náufrago en una marea de emociones, preparado para chocar contra el acantilado cuando ve que el cincuentón sube el puño para arrearle. Pero la sangre no llega al río porque un potente rayo de luz deslumbra al agresor, que libera a su presa para taparse los ojos con las manos. Jiang comprende su oportunidad y, estimulado por un dulce veneno, le empuja. Ciego y vencido, el borracho se estrella contra la nevera y cae al suelo enmarañado por la confusión. Intenta levantarse, pero el alcohol le muerde la piernas y cede. Se queda tirado como un títere roto y abandonado, pero los muñecos no lloran. Los sollozos de un hombre que acumula dios sabe qué tragedias. Jiang le ayuda a levantarse y le pide educadamente que se marche. El tipo sale trastabillado de la tienda, rodea a Xiaoqing y dobla la esquina después de escupir varios insultos inteligibles. Dentro de la tienda, Jiang recoloca la nevera, hincha el pecho y sale a la calle para contarle su victoria a Xiaoqing. La chica escucha con embeleso y luego abraza a Jiang, aprovechando el momento para guardarse con disimulo su pequeño espejo de maquillaje.

8 de octubre de 2010

Maldito Peter Englund

Basta con que nos digan que algo no se puede hacer para que, instintivamente, brote en nuestro interior un deseo salvaje de hacerlo. Y basta con que Peter Englund cierre una puerta con avidez para que nos preguntemos qué rayos trata de esconder.


No te escondas Peter Englund
Pinchad en el enlace. "El Premio Nobel es para Vargas Llosa, bla, bla, bla...". En este vídeo se puede ver el recorrido completo de nuestro querido portavoz del Instituto Karolinska. Olvidaos de la trascendencia del premio, de la brasa que pegan los medios con vida y milagros del peruano porque toda la importancia se agolpa tras el detalle de la secuencia.

Vemos una puerta.

Se abre la puerta y aparece Peter Englund (hasta aquí parece un chiste...).

Es un tipo que afeita impecablemente los cuatro pelos que han sobrevivido a la trágica calvicie. Porta un elegante traje gris con corbata a juego y pañuelo saltarín en la solapa. ¿Será el uniforme del Instituto Karolinska? Y ahora viene la clave. Durante dos segundos mágicos vemos lo que hay detrás de la puerta. Aparentemente, solo una amplia estancia diáfana, una ventana con visillos de esas que dibujamos de niños y medio mueble con medio cuadro encima. Si solo es eso, ¿por qué Peter Englund se da tanta prisa en cerrar la puerta? Lo hace con un gesto esmerado, con una grácil pirueta en la que se da media vuelta, cambia de mano para coger el pomo y vuelve a cerrar la sala en la que se cuece el premio literario más rimbombante del planeta. Otro año entero oliendo a cerrado. Cuando suelta la bomba, en vez de retornar a la habitación, dobla el papelito, baja unas escaleras y se junta con sus amigotes, que le esperan para tomar una Nordic Mist.

Esta escena se repite en cada anuncio de un Premio Nobel. Cada vez que lo veo en televisión, cada vez que Peter Englund cierra rápidamente la puerta y me deja claro que nunca podré entrar, brota en mi interior el deseo instintivo de transgredir, de llevar la contraria, de revelarme. De coger un Ryanair a Estocolmo, plantarme en el Instituto Karolinska y tirar la puerta abajo de un cabezazo. Pero no me atrevo. Estoy seguro de que, una vez derribado el obstáculo, me asaltaría una duda: ¿Merece la pena rasgar el misterio? Puede que solo sea una habitación más del mundo. Pero también puede que dentro haya un montón de señores barbudos debatiendo cosas interesantísimas a todas horas. De hecho, dentro puede haber todo lo que uno pueda imaginar.

¿Qué esconde el condenado Peter Englund? ¿Qué ha hecho para merecer su impagable privilegio?

6 de octubre de 2010

Muertes ridículas 1: La traición del GPS

Te pegas una carrera alocada contra millones de espermatozoides rivales. Consigues la victoria en el ultramaratón microscópico. Fecundas. Aguantas vaivenes de todo tipo en la tripa de mamá. Pegas un berrido premonotirio porque naces con la lección aprendida: el que no llora no mama. Tomas miles de tazones de leche,  de platos de garbanzos, da igual que no te gusten: come, bebe, hijo mío. Llevas parche en el ojo, aparato en los dientes o un corsé para la columna.  También el mismo modelito que tu hermano, eres su versión de llavero. Sufres la ausencia de ese cromo cabrón que, año tras año, te impide acabar la colección de Panini. Conoces la tortura de los exámenes: ecuaciones diferenciales (¿para qué servirán?), oraciones yuxtapuestas, retículos endoplasmáticos. Llega la adolescencia y mutas en un ser deforme con cara de paella o extremidades descompensadas. Piensas en la altura de los edificios y en las resistencia de las sogas cuando te destrozan el corazón. Empiezan las pequeñas resacas que, con el paso del tiempo, van agrandándose hasta arrasar con tu plantación de neuronas, un sábado sí, otro también. Llegan las oscuras preocupaciones laborales...

Al senegalés le han salido imitadores
Claro que hay muchas más cosas buenas que malas, es por recordar cuántos pequeños baches hemos esquivado. ¿Y todo para qué? Para echar el cierre con la muerte ridícula que pronosticaba Def Con Dos. Todo se puede ir al peo en décimas de segundo. Y si has llevado una vida plena y dejas una prolija descendencia de la que sentirse orgulloso, pues vale, ley de vida: en cien años todos calvos. Pero si te ocurre lo que a este pobre diablo,  tragedia y comedia se aparean y su único retoño es el absurdo.  Quién sabe las penalidades que habrá pasado este senegalés que se ganaba la vida en un mercadillo ambulante. Quién le iba a decir que la peor de todas se escondía detrás de una jugarreta tecnológica.  Ahora me lo pensaré dos veces cuando mi ordenador me dé el coñazo con eso de "¿Desea actualizar el software?".

4 de octubre de 2010

Larra era un tío estupendo. Un poco atormentado eso sí.

Don Mariano José de Larra nació hace más de dos siglos pero las verdades como puños que dejó escritas siguen igual de vigentes. Denunció toda la mierda que lastra este país y al final se dejó llevar por ese mismo río fanagoso. Cogió una pistola y se voló la sesera con 27 añitos. A este tipo de pelo juguetón, mirada triste de sapo y tupida barba de romántico le faltaba la tranquilidad que a nosotros nos sobra o le sobraba el arrojo que a nosotros nos falta.

    Mito del periodismo español, siempre lamentó que el atraso de un tiempo plagado de analfabetos le impidiera atacar con más eficacia el  núcleo podrido de la sociedad. Golpeaba con un ariete poderoso, pero no encontraba muros que derribar. O si los encontraba y finalmente los derribaba, sus compatriotas no tenían la educación necesaria para entenderlo. Ahora no lo entendemos porque estamos rodeados de lujos futiles, pero entonces quizá bastaba con sobrevivir dignamente.

    Este blog quería llamarse "la pistola de Larra" en homenaje al instrumento que usó don Mariano para dejar este valle de lágrimas, pero a un tipo ya se le ocurrió la idea y tiene secuestrado el nombre desde hace casi dos años, el tiempo que lleva con su blog abandonado. Así que en vez del arma que usaba Larra para hacerse daño a sí mismo, la otra opción era el arma que empleaba para hacer daño a los demás. Un colmillo muy afilado. Sirva de homenaje a un gran escritor que siempre vivió con una tormenta sobre su cabeza.