22 de febrero de 2011

Muertes ridículas 5: Palomitas letales

Maris Karasausks cerró la taquilla 207 de la comisaría central de Riga. Solo llevaba unos meses en el cuerpo de policía, era un oficial de apenas 27 años, pero cada día, cuando se quitaba el uniforme, sentía plomo sobre los hombros. No dejaba de preguntarse si estaba cumpliendo con la vocación de su vida o si los deseos poco disimilados de su padre, antiguo militar de carrera, habían rediseñado el cauce natural de los acontecimientos, convirtiéndole en algo que en realidad no era. Salió a las calles de la capital letona y se permitió imaginar tras un duro día de patrulla. Mientras vagabundeaba sin rumbo, se imagino dentro de cinco años, dentro de diez, dentro de veinte, dentro de cuarenta. En todas esas fotos fijas se veía con rostro triste y sangre en las manos. Era una extraña imagen que solía colarse en sus sueños. Nunca lograba adivinar si se había manchado las manos o si era él mismo el que sangraba. Sintió agobio y naúseas. Escupió a los pies de un árbol y, cuando levantó la vista, se encontró de bruces con el descomunal Forum, el complejo de cines más grande de la ciudad. Pensó que una píldora de evasión le sentaría bien. Se dirigió a la puerta y examinó las películas en cartel, bullendo un mes antes de los premios Oscar. Le daba igual. La mirada hpnótica de Natalie Portman decidió por él: El cisne negro.

El canibalismo no entiende de razas

La película cumplió su labor terapeútica. Ya desde los anuncios, Maris se sintió fuera de este mundo o al menos fuera de las oscuras cavilaciones que solían torturarle. Disfrutó con los tres trailers y cuando empezó la película ya había sido absorbido por la atmósfera. La luz muy baja, el sonido atronador, el mar de butacas. Se sintió relajado, en un paraíso de sosiego durante la primera media hora del film, una cinta diseñada para que Portman se llevara el Oscar. Los movimiento felinos de la bailarina seducían al policía: un velo de calma cubría sus cinco sentidos. Hasta que el oído dio la señal de alarma. Crujidos, crujidos rítmicos y montonos enturbiando su paz interior. Espero cinco minutos pero el ruido no cesaba. Crunch, crunch, crunch. Se dio la vuelta y sus ojos toparon con una monumental montaña de palomitas. Un tipo sentado justo detrás de Maris se las tragaba con parsimonia, haciendo un ruido innecesario. El policía podía escuchar cada lamido, cada diente triturando maíz, cada trago de aquella garganta infame. Y el embrujo de la bailarina se esfumó y volvieron los recuerdos y la imagen del padre y la depresión del coche patrulla y la rutina machacando el porvenir y toda la arena sepultándole. Pero Maris no dijo nada a su vecino de butaca durante los siguientes 78 minutos de celuloide. Y cuando llegaron los títulos de crédito, arrasado por las lágrimas tras una hora larga de viaje al infierno, volvió a su mente la imagen de las manos sangradas. Se puso de pie, dio la vuelta y acarició la pistola que colgaba de su cintura. Mientras acribillaba al comedor de palomitas, pensó que la cárcel purgaría todo su dolor.

(Interpretación libre de un suceso real)

16 de febrero de 2011

Relatos 5: Separar la mala hierba del trigal (en la dictadura argentina)


Diciembre de 1977.

Llevo unos diez minutos manteniéndome a flote en medio del Océano Atlántico y tengo mucho frío. Además la pierna que no se me ha roto está empezando a acalambrarse, así que no voy a sobrevivir más que unos minutos más. Ahora pienso que sería mejor haber muerto con la caída, pero mi instinto de supervivencia me hizo adoptar esa postura que aprendí nada más ingresar en el Ejército: cuerpo perpendicular a la superficie del agua y brazos pegados a los costados. El golpe ha sido tremendo (no sé cuántas fracturas tengo) pero he podido sacar la cabeza y seguir respirando un rato más antes de acompañar a mis compañeros de vuelo en el viaje final. Ellos no han sobrevivido al impacto supongo, porque no veo ninguna cabeza encapuchada asomando en el océano. Mire hacia donde mire, solo veo dos tonalidades de azul, el mar y el cielo, abrazados en el horizonte: una sosegada antesala de la muerte. Ahora me doy cuenta de que preferiría haber muerto con la caída porque me horroriza pensar qué tengo debajo de los pies.  Incontables seres vivos que mi agotamiento y trastornada imaginación convierten en monstruos ávidos de carne humana. Como algo me roce las piernas moriré del susto antes que ahogado. Pase lo que pase estoy condenado por mi culpa, por no cumplir rectamente con mi deber. Un momento de flaqueza puede arruinarte la vida y así tengo que asumirlo. Si no hubiera fallado ahora estaría a punto de aterrizar en Buenos Aires, de abrazar a mis padres, de seguir consagrando mi vida al glorioso Proceso de Reorganización Nacional.  

Pero ni siquiera yo he quedado libre de la debilidad. Yo, que fui educado con rectos valores por mi familia, por mi padre, que ya era capitán del ejército argentino recién cumplidos los treinta años. Por mi madre, siempre a su lado, mostrándole respeto, servicio y reverencia, la actitud de amorosa entrega propia de una buena esposa. A mí que nunca me faltó de nada, a mí que me enseñaron a entender el valor de las cosas, el esfuerzo que exigen las conquistas. Criado en el mejor ambiente posible y, sin embargo, débil en el momento decisivo y condenado a tocar la muerte con los dedos. Pronto me fundiré con ella en la inmensidad del Océano Atlántico. 

Esta vez no cabe el humor: Videla, un perfecto hijo de puta

La vieja de la guadaña, que tan lejana me parecía hace una hora, al partir del Aeroparque Jorge Newberry, en el extremo sur de Buenos Aires. Me extrañó que mi capitán nos citara tan de mañana (casi no había amanecido) y vestidos con ropa de calle. Todos juntos en la pista de despegue, esperando a mi capitán y sin uniforme, nos hemos sentido un poco desnudos, pero nuestro objetivo es cumplir órdenes. Solo llevo dos años en la Armada, pero no me hizo falta aprender el valor de la obediencia porque esas cosas se enseñan en casa y a mí mis padres no me fallaron. Finalmente mi capitán ha aparecido en la pista también vestido de calle y, sin mediar palabra, ha hecho gesto con la mano para que le siguiéramos. Varios aviones y avionetas sembraban la pista y mi capitán se ha subido a un SC7 Skyvan, un modelo muy pequeño con hélices y capacidad para unas 15 personas. Dentro me he topado con una escena extraña: un cura aguardando de pie y, a su lado, seis personas encapuchadas y de rodillas. El cura nos ha dirigido un breve sermón, algo sobre “separar la mala hierba del trigal” creo que ha dicho, aunque la mayor parte de sus palabras se me han escapado porque estaba nervioso antes de mi primera misión. 

Resulta que va a ser la última también. Lo pienso y me entras ganas de llorar, sobre todo si me comparo con mi padre, el mejor militar de la historia de Argentina.  Él sí muestra fortaleza. Pero yo no he heredado ese rasgo de su carácter. Yo soy débil. He pasado mi vida pensando lo contrario, pero desde el despegue he sentido una flojera en las piernas que ya me ha alarmado. Acabadas la charla del cura, él se ha bajado y nosotros hemos entrado en el avión. Las seis personas encapuchadas parecían dormidas o drogadas, tampoco lo he preguntado. 

 Ya en el aire, mientras penetrábamos el océano, mi capitán nos ha dado otra charla, esta vez sobre el “la falta de patriotismo”. Me ha servido para coger confianza porque yo sí soy patriota. Fuerte, así me sentía cuando el avión ha disminuido la velocidad para quedarse medio suspendido. Nadie ha hecho ninguna pregunta a pesar de la situación tan extraña, pero es que no estamos para charlar, sino para actuar y cumplir órdenes. De repente, sin mediar palabra, mi capitán ha cogido a uno de los encapuchados, lo ha levantado del suelo y lo ha conducido a la puerta abierta de la avioneta. Nos ha mirado desde sus gafas de sol y ha arrojado a ese hombre al mar. Al principio nos hemos quedado muy impactados, pero mis compañeros han ido reaccionando y, uno a uno, han hecho lo mismo que mi capitán. Les he visto y he tenido ganas de que el tiempo se detuviera un poco porque la cabeza no me respondía. Pero no ha podido ser y, pasados un par de minutos, solo quedaba un encapuchado a bordo, el que yo debía tirar.  Me ha temblado el cuerpo y mi capitán se ha dado cuenta. Me ha gritado. No podía elegir. He cogido a mi encapuchado y lo he llevado hasta la puerta. Pero no he podido tirarlo. Mi capitán lo ha hecho por mí mientras yo me derrumbada en la avioneta. 

Flaqueza. Debilidad. Defectos imperdonables. He pensado en deshonra, en vergüenza, en el inmenso honor de mi padre marcado para toda la vida por mi culpa. No lo he soportado. He mirado a mis compañeros de vuelo y, sin mediar palabra, me he tirado al océano antes de que mi capitán vertiera la primera palabra de reproche. Así le he demostrado al mundo que yo también soy capaz de asesinar por mi país. Ahora siento pena y alegría. Otra vez tengo muchas ganas de llorar, pero no puedo. La pierna ya no me responde y no puedo mantenerme a flote más tiempo, así que ya está, se acabó. Me hundo. Mientras me traga el oceáno, levemente mareado por la falta de oxígeno, me doy cuenta de que mi cadáver se quedará aquí y que nunca tendré una lápida que recuerde al hijo del glorioso Jorge Rafael Videla, presidente de la República de Argentina. 

(Inspirado en hechos reales: los vuelos de la muerte).

14 de febrero de 2011

Muertes ridículas 4: El beso fatal

Después de contemplar un despiste fatal, una despedida programada y un infartazo con retranca, ahondamos en los misterios que dan más miedito, los de nuestro cuerpo serrano y todo lo desconocido que se cuece en su interior. Porque no sé vosotros, pero a mí me da cosa cada vez que oigo mis jugos intestinales como suspiros agónicos de la niña del Exorcista. Sabemos que la sangre circula casi desde hace quinientos años, cuando lo descubrió Miguel Servet (otra muerte con tela: chamuscado en la hoguera) y en todos estos siglos la medicina lo ha descifrado casi todo, pero quedan agujeros negros insondables, como el que se tragó a esta pobre diablilla.

El morbo por los calvos puede ser fatal

¡Bienvenidos al maravilloso Síndrome de muerte súbita del adulto! Se comenta en este artículo médico que cada año se producen 150 muertes inexplicables en Inglaterra y que se pueden deber a anormalidades eléctricas del corazón. ¡Anormalidades eléctricas del corazón! Suena a título de canción de Los Planetas o a poema de Pablo Neruda. Pero en realidad es una historia muy prosaica. Jemma Benjamin, una chica universitaria y sana, nadadora y jugadora de hockey, con 18 añitos en plena ebullición que piden un besito a su ligue. Y hasta luego Lucas. ¿Qué pensara Daniel Ross el resto de su vida? ¿Que es el mensajero de la Parca o que la medicina aún tiene camino por explorar? A buen seguro, lo que más le preocupará es que ninguna otra chica conozca su extraña habilidad o dormirá solo todas las noches de su vida.

7 de febrero de 2011

What if...? 1

El escritor checo Milan Kundera es una máquina de citas interesantes que para eso es listo, viejo y curtido en la vida. Pero cuando leí (y no entendí) La insoportable levedad del ser hubo una frase que me dejó muy roto, de puro simple y contundente. Venía a decir que el hombre no tiene manera de saber si ha acertado en la vida porque solo vive una vez y no puede comparar con otras vidas hipotéticas. ¿Qué evidente, no? Y qué jodido también. Cuando nos enfrentamos a una decisión importante sopesamos todos los aspectos cuidadosamente y luego nos lanzamos a por la opción elegida. Con el paso del tiempo, la opción descartada se difumina en nuestra memoria, que, según los científicos, está diseñada para recordar las cosas buenas y olvidar las malas: cuestión de salud mental, de supervivencia. Por eso es tan interesante la iniciativa que inició Marvel en los años setenta con la serie What if...?

Pese al morbo es un mal partido: descendencia incierta

A la editorial que alumbró mitos de la cultura popular como Spiderman, Hulk, Los X-Men o Los Cuatro Fantásticos se salió la vena soñadora. Creó una serie para deleite de sus guionistas, que imaginaban sin barreras bajo la premisa "¿Qué pasaría si...?". La serie continúa en la actualidad y ya sobrepasa los doscientos números. Mi hermano devoraba tebeos de Marvel y, aunque yo los hojeaba sin su pasión, sí que me sentia muy atrapado por aquellas historias que se desviaban de cualquier canon establecido. Eran pequeños oasis de libertad creativa. Quiero ir lanzando distintos What if...? en este blog pero no sobre superhéroes, sino apuntando a seres de carne y hueso, a esas vidas que nunca podremos comparar con otras. Porque la mayoría de las veces lo relevante no es qué ha pasado, sino qué habría pasado.

6 de febrero de 2011

Relatos 4: Presas de caza


Resulta muy extraño verte postrado en esta cama de hospital. Tú, siempre sano como un roble, enredado en un puñado de tubos que parecen chuparte la vida poco a poco. He planificado al milímetro mi comportamiento, pero sin calcular la impresión que me producen los hospitales, capaces de deshilacharme el corazón. Lanzo un vistazo rápido a la habitación y compruebo que estás solo, dormido y rodeado de flores. Más que tu convalecencia parece tu funeral. Apoyo el bastón en la puerta. Estás dormido, pero puedes despertar en cualquier momento. Y nunca jamás te permitiría verme caminar con esta prótesis de madera. Cojeo hasta la cama, me siento a tu vera y compruebo que mamá lleva razón. Me lo ha avisado por teléfono antes de coger un taxi hacia el hospital.

-       Nico, ¿seguro qué quieres verlo?– me ha dicho, mientras un puñal de tristeza rasgaba sus cuerdas vocales.
-       Creo que sí, mamá.
-       Hijo mío, está muy mal, muy pálido. No sé si saldrá de esta.
-       No digas eso, mamá, ya sabes lo fuerte que es– he contestado sin convicción y menos mal, porque mamá ya no me escuchaba, solo lloraba.

Mamá decía la verdad, estás muy pálido. El tono cerúleo de la pared resalta los brochazos que te resquebrajaban la cara, pintados con el color de la muerte. ¿Entonces es cierto? ¿Vas a morir? Cómo saberlo, cómo escrutar el alma de un hombre que convirtió la mentira en el engranaje de su vida. ¿Serías capaz de fingir hasta tu propia muerte? Te estarías superando papá. Miro hacia la ventana, buscando que algo de luz bañe mis ideas. Respiras trabajosamente a menos de diez centímetros de mi. Hacia años que no estábamos tan cerca. Imagino la situación que se produciría se despertaras de repente. Lo primero que verías sería mi cara. ¿Qué pensarías entonces? “Mi hijo está aquí. ¿Sigo dormido y es un sueño? ¿Cómo estará? ¿Y su pierna?”.



Pues mi pierna está mal. El mes pasado entré en quirófano por quinta vez, arropado por los ánimos de mi médico que, a estas alturas, tiene tan poca credibilidad como tú. Es cierto que algo he mejorado, pero el bastón es para toda la vida. Esa maldita compañía que tú pusiste en mis manos hace casi quince años. ¿Recuerdas aquel día? ¿O ya has engullido la culpa, si alguna vez llegaste a sentirla? Yo era un chaval y me gustaba jugar al tenis, no asesinar animales, pero que más daba. A las nueve de la mañana escuché tu voz, apenas un susurro que bastó para despertarme.

-       Nico, tengo una sorpresa para ti.

Era domingo y un sol radiante dividía tu rostro en dos. Aquella imagen se me quedó grabada. Tu sonrisa de tahúr abalanzándose sobre mi cama. Esa cara ensayada que te tantos negocios te ayudó a cerrar. Yo estaba medio dormido. Fue la última vez que te miré con respeto.

-       Venga. Vístete.

Me diste unas ropas de color caqui que vestí sin rechistar. Bajé a desayunar. Tú ibas ataviado igual, así que yo parecía tu réplica en miniatura. Era ridículo, pero a ti parecía llenarte de un gozo secreto que se te filtraba por los ojos. Salimos al porche y ahí estaban las escopetas, alineadas milimétricamente, esperando con rabia contenida el momento de escupir balas. Me horroricé.

-       ¿Qué es esto papá?– pregunté
-       Hijo mío, son escopetas. De verdad, no como las de la feria. Nos vamos de caza.

No tenía ni idea de que asesinabas animales. Un aspecto de ti desconocido para mi, como tantos otros que fui descubriendo con el goteo de los años. Sobrecogido por la impresión, entré en el Mercedes. No dije nada en la media hora que duró el trayecto, solo podía mirarte a hurtadillas e imaginar cosas horribles. Mi padre mata animales. Mi padre mata animales. ¿Qué más cosas horripilantes hace?

El traqueteo de la grava interrumpió mis oscuras cavilaciones. Ya estábamos en pleno campo. Seguimos por una senda estrecha que moría en una amplia explanada, donde había aparcados tres coches más, todos caros como el tuyo. Al lado, sus propietarios charlaban a voces y bravuconeaban escopeta en ristre juntos a otras réplicas como yo: sus hijos. Me estabas utilizando para cerrar un trato con aquellas personas que parecían tan importantes, pero qué iba a saber yo entonces. Tenía 14 años. Era un niño, papá. Aunque ya lo era menos dos horas después, cuando se me disparó la escopeta en la rodilla y sentí el mordisco de la bala. No me habías explicado cómo funcionaba la escopeta, ni el gatillo, ni el seguro, no me habías hecho ni caso desde que habíamos aparcado el coche. Y ahora, cuando mi cuerpo teñía de rojo el ocre del campo, solo acertabas a echarme la culpa. De mi rodilla manó un litro de sangre, mezclada con toda la inocencia que todavía conservaba. Aquel accidente quebró un trato y el vínculo entre un padre y su hijo. Todavía hoy, al pie de esta cama en la que yaces moribundo, me pregunto qué golpe acusaste más.

Y ahora estamos en la habitación 338, lacerados por un daño irreparable. Casi en contacto físico hasta que entra le enfermera con la bandeja de comida. Me dirige una mirada cargada de cariño, que, al mismo tiempo, invita a abandonar la habitación. Capto la intención. Además, el ambiente del hospital empieza a incomodarme como arena en los ojos, así que es la hora de marchar. Me levanto, camino hacia la puerta y abandono la habitación, a pesar de la frase apagada que te escuchó balbucear a mitad de camino.

-       Nico, te dejas el bastón…

1 de febrero de 2011

Muertes ridículas 3: El funerario ultraprofesional

Con todos vosotros, un profesional como la compa de un pino, una persona que decidió traspasar la frontera de la realidad y convertirse en un personaje de Berlanga. Resulta que eres un funerario, que tu trabajo es tratar día a día con la muerte, igual que el panadero trata con la harina o el comercial con recibimientos escépticos. Vas a atender una faena peliaguda, un tipo que lleva dos meses desaparecido y que aparece tiesito en un bosque burgalense. No problem, te dedicas a esto y nada puede quebrar tu recia coraza. Pero, ahí amigo, quién te asegura que tu corazón no puede reventar en plena faena...

Puedes palmar por un despiste fatal o puedes elegir tú mismo cuando despedirte del valle de lágrimas, pero en ambos casos tú eres un factor decisivo de la ecuación. Lo malo es cuando te pilla el toro y no sabes ni por dónde ha venido. Y si encima ese toro tiene una guadaña y un sentido del humor fino como el coral, te vas de cabeza a una muerte ridícula.

Espero que sepas inglés...

Lo más bonito, como la bonoloto, y lo más feo, como un accidente de tráfico, son cosas a los extremos del camino y vamos por la vida convencidos de que no caeremos en la cuneta, de que todo les pasará a otros. Cuando suena el despertador te preguntas por lo que traerá el nuevo día y cuando te acuestas casi siempre te das cuenta de que, al final, no ha pasado nada. Y eso da rabia. Pero, ¿que no pase nada es bueno o es malo? Preguntádselo al funerario de Belorado. Seguro que él no estaba de acuerdo con aquel recopilatorio de música heavy cuyo título rezaba: "Sometimes, death is better".