15 de marzo de 2011

Relatos 8: La Raspa


Pero no es reconocimiento lo que espera. Hace tiempo que ha decidido conformarse con unas monedas. Ahora esos trocitos de metal rebotan aburridos en un vaso muy curioso, de plástico negro. Se agrupan desordenadas, simbolizando cada una un pequeño gesto de admiración quizá, de respeto puede, de agradecimiento seguro. El vaso de plástico negro guía a nuestro hombre a lo largo de los vagones del metro como esas varas de escuchar la tierra para buscar pequeños tesoros en sus entrañas. Por un momento nuestro hombre se detiene pensando en el parecido. Los dos surcan las entrañas, del verde uno, de la ciudad el otro. Buscando tesoros.

Una nueva parada del convoy y pocas miradas, si acaso de gente poco habituada como yo. Ahora lo tengo a apenas tres metros y distingo con claridad sus rasgos, aunque no soy capaz de crearme su imagen en la cabeza. Su rostro permanece difuso y no llega a concretarse en nada para mí. Despierto de la ensoñación con el primer acorde de su extraño instrumento. Es un violín. Pero yo nunca había visto uno como este. Solo conserva el cuerpo y las cuerdas y está enganchado a un amplificador. Es pura raspa de pescado al lado de ese magnífico pez lleno de escamas y plata que es un stradivarius, creo que así se llaman. Él no tiene el pez de plata, solo tiene la raspa, pero de algo feo extrae algo bonito y suena una música clásica de esas que millones de personas conocen a cambio de que solo unos pocos puedan reconocer su nombre. El sonido rebota entre las ventanillas y entre esos útiles planitos de metro aplastados en el vagón y llega a los oídos de todos.

Al principio reniego porque llevo unos auriculares, pero enseguida los acordes de la raspa se me enredan en el pelo y en los oídos. Mira por donde, resulta que el metro no tiene por qué ser aburrido. La gente de alrededor no le mira temiendo quizá que una simple mirada sea tan poderosa que puede hacer que se evaporen, él y su raspa y su amplificador. Pero solo es que pasan de él, pienso convencido. Miro sus caras, de ojos tirados por el suelo y cabezas humeantes y me enerva que piensen que su absurda reflexión de transporte público es más importante que todo lo bonito que brota del violín de mentiras. Porque para entonces, unos dos minutos más tarde, el vagón ya es más pequeño y el sonido no rebota, solo fluye, corrientes calientes y corrientes frías, como en el mar. Y eso que estamos por debajo del nivel del mar. 

Hay gente para todo.


Nuestro hombre no mira a nada porque no tiene mirada. Recibe anestesia de sus propios órganos o puede que de esas miradas que le niegan o puede que no le importe todo eso y que solo le importen las monedas que caen en el vaso de plástico negro. No, no, no me creo que piense en metal porque piensa en aire y vive en arte. Interpreta abnegado pero sin pasión, con la dulce furia del que domina  algo hermoso. La serpiente encantada sigue recorriendo el vagón y me pregunto si también surca otros vagones dentro de una corriente fría o caliente. Cada vagón un mundo, supongo que es lo más probable. Que haya otras serpientes encantadas en esos otros mundo o que el runrún de los pensamientos de transporte público le impidan el paso. Pero es que me da igual. Me da igual si hay vida en Marte, en otra galaxia, mi mundo es el vagón de nuestro hombre, pero me entristece ver que todavía no reina entre nosotros, sus súbditos. El sonido es atronador para entonces y eso que solo lleva tres paradas. Es algo hermoso en el lugar más feo del mundo y con el instrumento más feo del mundo. No me creo que los pensamientos de transporte público impidan a nadie más darse cuenta, me da igual en otros mundo, pero no quiero eso para el vagón de nuestro hombre, porque yo sí soy  un súbdito y le debo total pleitesía. Y me enerva que nuestro vagón no se una en torno a nuestro líder. ¿No se dan cuenta? Si nos unimos podemos vencer a cualquier otro vagón, a cualquier otro mundo, y encima con el líder perfecto, ese hombre cuya imagen flota ante mí pero que no puedo agarrar.

De repente la serpiente encantada muere, las corrientes dejan de circular y la belleza ya no brota de la raspa. Su espectáculo ha acabado con algo de Beethoven, aunque lo más seguro es que no sea de Beethoven, porque yo no soy de los que pueden poner nombre a las piezas de música clásica, y me da rabia, porque esta es de las conocidas, alguna rebajada a la categoría de venta de enciclopedias, joder qué triste. Con la música parada todo lo que ocurre a mi alrededor me sorprende. Tengo mi moneda en la mano y me dispongo a dar una muestra de fidelidad a mi líder. De paso pienso dar una lección a todo el mundo que vive en este mundo atado a otros mundos que surcan los recovecos de Madrid. Pero estoy a tres metros de nuestro hombre y en los pocos segundos que tarda en recorrer mi teoría se me escurre entre los dedos, convertida en una arena muy fina de la que no puedo retener nada aunque cierre muy fuerte el puño. La gente que está antes que yo en el recorrido de nuestro hombre entrega su monedita antes que yo y con la misma devoción. 

Me confunde. Dejo caer a mi Rey Juan Carlos convirtiendo la belleza en metal. Me siento completamente imbécil, un listillo por creerme el único receptor de la música de la raspa y entonces entiendo todo. Ellos, mis hermanos de vagón, son capaces de más que yo. Compaginan sus reflexiones de transporte público con la fidelidad a nuestro hombre, nuestro líder. Se entierran en el denso fango de sus pensamientos permitiendo que se cuele por él un poco de luz, una serpiente encantada, una corriente de aire frío o caliente. Me creía el mejor de nuestro mundo y soy el más incapaz. Aprenderé  claro, y entonces me llenaré orgulloso de fango y ni siquiera miraré al siguiente que ocupé mi lugar de novato. Porque al novato hay que dejarle que aprenda solo, que se ridiculice a sí mismo. Nuestro hombre se baja del vagón pero para entonces ya no es mi líder, ni su raspa algo feo porque los dos me dan igual. Meto la lección en el bolsillo y mi cartera se caen monedas y también moralejas y me resulta curioso pensar que las dos tiene una raíz común que ahora está en otro mundo, a punto de hacer bailar un serpiente.



7 de marzo de 2011

Relatos 7: Dos años después

La tercera vez que la mosca se posa en mi mano no soy tan paciente. Me produce un hormigueo en el pulgar que recorre el brazo como una serpiente de electricidad. No necesito veneno, no ahora, así que estampo un manotazo estéril. Risa en el insecto y sorpresa en mi interlocutora.
-       ¿Me estás escuchando?
No le estoy escuchando.
-       Sí, claro.
Un dios enfadado me ha colocado en la silla de este bar y me ha puesto este café en la mano. Es la única explicación que se me ocurre.
-       No, no me escuchas, igual que entonces, igual que siempre.
Tengo un lío de cables dentro de la cabeza, a ratos veo cómo deshacerlo, a ratos me electrocuta el cerebro. Busco a la mosca con la mirada y no la encuentro. Sigo sin escuchar, pero estoy casi convencido de que, al otro lado de la mesa,  mi interlocutora sigue hablando. El rato que sí prestaba atención ha taladrado mis cimientos y no quiero más. Me ha sacado temas viejos, historias abandonadas en el páramo de mi memoria, latas vacías que patear. No estoy para estos trotes, no contigo señorita.
-       Déjalo, en realidad no te escucho.
Puedo ver cómo la furia juguetea en su rostro esculpiendo una mueca vacía. Le he dicho que no le escucho, merece su ración de enfado, pero ambos sabemos que no vale la pena. Ya no. Pero a ella le da igual:
-       Vete a la mierda.
Estupendo, estoy deseando, cualquier cosa menos estar aquí. Siento como el aire cristalino que mis pulmones han acumulado en los dos últimos años se vicia por momentos. Se me encienden las alarmas, pero no son cómo las recordaba. Ahora no son escandalosas, llenas de ruido e ira. Ahora son pequeñas bengalas que miro con curiosidad. Definitivamente, estas no son las alarmas que se me encendían entonces.
-       De acuerdo, me voy a la mierda.
Me levanto ajeno a cualquier sentimiento, como se vive en el vagón del metro, y doy dos pasos antes de que su mano rodee mi brazo. Esa mano. Su tacto alimenta el mío y dejo que los relámpagos se me cuelen hasta los huesos. Son apenas dos segundos.
-       ¿Me voy a la mierda o no me voy a la mierda? – preguntó.
-       No, quédate.
No tengo nada mejor que hacer esta mugrienta tarde de agosto, así que vuelvo dócil a mi silla. De repente, siento un cosquilleo en la mano. La mosca que merodea por el bar ha vuelto. Esta vez voy a dejar que enrede un poco antes de espantarla. Su hormigueo es algo menos molesto.
-       Perdona por mandarte a la mierda, pero te reconoce que te has pasado un poco tú también, Nico.
-       De acuerdo.
-       Mira, igual te sonó rara la llamada ayer.
-       Algo, sí – desde luego.
-       Bueno, pero es que he estado haciendo balance últimamente y me he dado cuenta de que no sabía nada de ti desde que lo dejamos. Me ha dado un poco de rabia. ¿Sabes de qué hablo?
Claro que lo sé hostia.
-       Más o menos.
-       Fuimos muy importantes el uno para el otro.
No me sonrías por favor.
-       Bueno, ¿y qué?
-       Joder Nico, pues que me da rabia, ya te lo he dicho.
-       ¿El qué?
-       Que ahora seamos unos completos desconocidos.

Siempre buscando la viga en el ojo ajeno
 Así que caminamos por una senda tenebrosa a la que me has traído de la mano. Siempre me ha dado miedo la oscuridad, lo sabes, y me traes al centro. Un bosque muy tupido que no deja ver el sol, justo como entonces. Vale, juguemos.
-       Da rabia, pero me parece lo más lógico con el paso del tiempo.
-       ¿Lógico? ¿Te parece bien que llevemos tanto tiempo sin hablarnos? ¿Después de cinco años juntos? – insiste.
-       No he dicho bien, he dicho lógico.
-       Tú y tus palabras.
-       Son importantes.
Me gusta esa pequeña victoria, paladeo el momento de satisfacción. Quiere jugar y sabe que la estoy llevando a mi terreno. Algunos mecanismos nunca se estropean. Se atascan, se oxidan, se quedan viejos. Pero aguardan en su rincón, esperando un poco de aceite para funcionar como siempre. Para contrarrestar, el siguiente trabucazo me lo pega a quemarropa.
-       ¿Tú has pensado algo en mí durante todo este tiempo?
Qué útil es formular una pregunta conociendo la respuesta. Te permite ganar tiempo, calibrar otros aspectos del ritual que sigue el que contesta. Puedes mirar sus gestos, el tiempo que tarda en contestar, si sonríe, si baja la mirada. Ahora mismo soy su pequeño conejillo de indias. Lo reconozco, me ha pillado en bragas y todo lo que me sale del cuerpo es puro, sincero. Natural. Me ha regado y he florecido.
-       No contestas –embiste de nuevo.
Ya sé que no contesto.
-       ¿Qué más da? –digo en pleno fuera de juego.
-       ¿Contestar?
-       No, coño, qué más da si he pensado en ti o no. Qué cojones importa. ¿Por qué quieres saberlo…
-       Curiosidad.
Y una puta mierda. Curiosidad es preguntarse por qué los barcos flotan. Lo tuyo es puro vicio.
-       Sabes perfectamente que algo he pensado en ti. No sé a dónde nos lleva esta conversación.
Ahora es ella la que no dice nada. Mira su café y deja que se le vacíen las cuencas de los ojos. Como yo no he perdido la mirada, aprovecho la tregua para buscar a la mosca merodeadora. La encuentro en la mesa de al lado. Es una mesa vacía, pero llena de vasos y platos sucios que el camarero todavía no ha recogido. El insectito se está zampando una miga. Me levanto con todo el sigilo que me permite la silla, crujiente de madera, y doy pequeños pasos en dirección a la mesa. Me entretengo unos segundos planteando la estrategia. Me imagino con uniforme militar, a punto de emprender la batalla final que me dará la victoria en una guerra. Si ataco por la derecha me puedo desequilibrar con el escalón. Tendría que equilibrar el cuerpo con una postura rara, así que no me conviene, es una mala opción. Si voy por la izquierda, solo tengo que retirar ligeramente una silla para situarme en la mejor posición de ataque posible, casi de frente. Todo son ventajas porque desde este ángulo no tengo que retirar vasos ni platos para alcanzar mi objetivo. Me muevo despacio, retiro la silla y el crujidito exalta a la mosca, que se lanza en pleno vuelo. Maldigo mi torpeza, pero la mosca vuelve a posarse, una segunda oportunidad que no estoy dispuesto a dejar pasar. Me acerco con cuidado y pongo la mano sobre la mesa. Suavemente, la deslizo por la superficie y me quedo al lado de la mosca. Ya es mía. En un golpe de muñeca envidiable, atrapo la mosca dentro del puño que ahora forma mi mano. Zas, eres mía. Sin abrir el puño en ningún momento salgo a la calle, donde el sol me clava un cuchillo de luz. Tengo la mosca en la mano, pero no sé que hacer con ella.

2 de marzo de 2011

Relatos 6: Una paloma en el estadio


Horacio calló, como callaron las otras 50.000 personas. Aprovechó el momento para dar el primer mordisco al bocadillo de calamares que le había preparado su mujer. Solía atacarlo en el descanso, pero a Horacio le gustaba robar un primer bocado antes del pitido inicial. Masticando de pie se sumó al velo de silencio tejido por la multitud. Tragó y, procurando no hacer ruido, sacó su pequeña radio plateada del bolsillo, desenrolló los auriculares y la voz de un locutor acelerado se le incrustó en las meninges.

El estadio está guardando un respetuoso minuto de silencio por las XXXXX víctimas del atentado terrorista que el pasado XXXXX asoló la ciudad de XXXXX. Solo un grupo de irrespetuosos rompe el silencio increpando al presidente del equipo. Es una lástima, siempre tiene que haber gente dando la nota….

Un estruendoso aplauso que a Horacio le pareció coreografiado volvió a atronar el estadio, devolviéndolo a su estatus natural en día de partido. Guardó el bocata en la bolsa, se frotó las manos y disparó un vistazo rápido al estadio. Las gradas estaban casi llenas y, sobre el verde, los jugadores apuraban un último estiramiento para entrar en calor. De repente, vio que salía del túnel de vestuarios un niño con una caja blanca.

Cooompañeros, sobrecogedora la imagen del hijo de unos fallecidos en el atentado, que se dirige al centro del campo para realizar el saque de honor. Imágenes como está deben servirnos, seeeñores, para no olvidar la barbarie terrorista que continúa segando las vidas de muchos inocentes….

Horacio observó con atención al chaval. No tendría más de diez años y caminaba despacio pero firme llevando esa misteriosa caja entre las manos. Finalmente llegó a su destino, donde la esperaba la camarilla que formaban los dos capitanes, el árbitro y sus jueces de línea. Todos le saludaron con cariño y, desde la lejanía de gol norte, Horacio apreció el gesto contenido del chaval. Supuso que varias tormentas enfurecidas agitaban su interior. Había perdido a su padre.

Cienfuegos Hinojosa acaricia la cabeza del niño y le ayuda a abrir la caja. Ateeeención, el árbitro y el chaval meten las manos en la caja y…. sacan una paloma blanca. El chaval la agarra entre las manos y, como si fuera un portero comenzando un contraataque, la lanza el aire.  El colúmbido remolonea un poco y finalmente vuela, para recordarnos a todoooos que los asesinos no tienen lugar en este mundo, que queremos laaa paz…

Horacio volvió a sumarse al aplauso colectivo y, durante siete ú ocho segundos, compartió la pena del huérfano. No pudo compadecerse más tiempo porque algo desvió su atención. Era la paloma que, en lugar de elevarse al cielo y desplegar todo su simbolismo, había optado por volar casi a ras de césped. Un vuelo alocado que poco a poco fueron advirtiendo todos los espectadores.

Atención cooompañeros, está ocurriendo algo curioso. La paloma blanca no se quiere marchar del campo, a buen seguro que ella tampoco se quiere perder este partidazo largamente esperado por todos. El líder visita al segundo clasificado y hasta el colúmbido parece hipnotizada por el partido deeel siglo. El árbitro mira sorprendido al ave y conversa por el micrófono con sus asistentes.

Javi Navarro recogiendo la cena
 
Horacio observó la escena con estupor y notó la chanza general que comenzaba a crecer en la grada. El partido no empezaba porque la paloma no paraba de recorrer el campo. Parecía en éxtasis y sus movimientos casi epilépticos no parecían los de un animal sano. Volaba a toda velocidad y quebraba su trayectoria con frenazos, arrancadas, extraños giros. Estuvo a punto de chocar con el banderín de córner. La grada lanzó un todavía tímido “¡Uyyyyy!” entre risas.

El colegiado mira su reloj cuando ya pasan cinco minutos de la hora oficial de inicio del paaaartido. Los jugadores parecen haber perdido toda su concentración y observan a la paloma, que sigue sin querer marcharse del estadio. Compañeros, estoy seguro que nadie podía preveeeeer esta situación tan extraña. Juraría que no existen precedentes. La grada celebra cada regate del blanco animal…

Horacio no se sumó a la primera ola de pitidos que recorrió la grada, pero sí a la segunda. La paloma no detenía su loco vaivén y estuvo a punto de chocar con el delantero visitante que, visiblemente asqueado, se apartó a tiempo. Los jugadores se miraban con asombro, unos divertidos, los más veteranos cada vez más irritados. A Horacio le pareció leer algo en los labios del capitán local. “Puta paloma de los huevos”.

El retraso ya es alarmante, todo un país contiene la respiración porque todavía no ha empezado el mejor partido del mundo, el que decidirá quién es el caaaampeón. Atención, los servicios de seguridad del estadio saltan al campo. Ocho agentes comienzan a perseguir a nuestro improvisado protagonista, que aletea con locura pegado a la cal. Sus quiebros son dignos de elogio, compañeros…

El estadio entero contemplaba el sainete entre la paloma y los ocho vigilantes de seguridad. Horacio, casi sin darse cuenta, se sumó al cántico que ya se extendía por el graderío: “¡Que se muera la palooooma, ooh!” La temperatura subía por momentos y el pájaro seguía muy inspirado en sus regates, hasta que un vigilante adivinó su requiebro y le pisó el cuello con decisión al tiempo que una bengala se encendía en uno de los fondos.

Y al fin, el servicio de seguridad acaba con la aventura del colúmbido, que yace inmóvil sobre el césped hasta que finalmente es retirado. Así pues, ya está todo dispuesto para que ruede la pelota. El colegiado consulta a sus asistentes, mira a los dos capitanes y se pone el silbato en la boca. ¡Ahora sí que sí, va a empezar lo que de verdad importa, cooooompañeros!