26 de agosto de 2012

Relatos 16: Un ojo de bebé enfrentado a todas las matemáticas



El cuchillo no tiene alma ni sentimiento, solo obedece a la ley de la gravedad, a su obsesión por caer de punta y a un instinto atroz que le obliga a hacer cuanto más daño mejor, inculcado en la remota fábrica china donde nació de un molde. Tiene unos diez centímetros de hoja flexible y un mango de madera marrón al que está fijado con dos tachuelas doradas. Una herramienta humana más, concebida para cometidos muy concretos (cortar, pinchar, trinchar, desgarrar) e insulsos siempre que solo penetre objetivos sin vida. Ataca a las cosas, cuchillo, y todo irá bien, pero no irrumpas en la carne viva.

El bebé, tumbado en una silla colorida y reclinable, desconcertado por la rigidez de sus sentidos -unos ojos que no enfocan, unos oídos que no separan el grano de la paja- solo percibe una amalgama de luces y sonidos mezclados pero no agitados en su tierno cerebro y no puede anticipar nada de lo que va a ocurrir, ni dentro de un segundo ni el mes que viene, en un mundo amorfo e indescifrable del que solo espera leche a intervalos regulares. Las continuas contracciones involuntarias en los músculos de su cara esculpen supuestos gestos de enfado, risa, pena o sorpresa que cobran (falso) sentido a los ojos de un adulto embebido por la admiración.

Enfrentar a un largo cuchillo de acero con el ojo de un bebé de apenas tres meses.


Esos ojos te abrirán muchas puertas, siempre que los conserves


Eso puede pasar dentro de menos de un segundo, dependiendo de la trayectoria que siga el cuchillo que se ha caído de la mesa durante el desayuno. Si el codazo involuntario que le ha dado el padre al plato tiene una fuerza X (un valor muy determinado, con decimales y todo) el cuchillo describirá un vuelo muy preciso hasta impactar directamente en el centro de una de la dos dianas en las que se han convertido durante un suspiro las retinas del bebé. Luego hay un rango aproximado de valores, pongamos un veinte por ciento teniendo en cuenta la superficie que ocupa la silla del bebé en el suelo de la cocina, que también llevarían al cuchillo hasta la sillita, pero la mayoría quedarían en un susto: un pinchazo intrascendente en el grueso pijama del bebé o en la colorida tela de la sillita, e incluso un impacto del cuchillo por el mango que anularía cualquier peligro. Y el otro setenta y nueve por ciento de posibilidades llevarían al cuchillo a un ruidoso tamborileo por el suelo de la cocina hasta detenerse paralelo al horizonte, seguido de un suspiro paterno y un olvido inmediato y completo de la, menos mal, ufff, anécdota.

Pero amigos míos, las matemáticas son gélidas, cubitos de hielo incrustadas en la realidad cálida y sudorosa que construyen los seres humanos enlazados a los elementos. A un número, orgulloso de su incuestionable autoridad bajo el manto de la lógica, nadie le prestará atención cuando una pasión, caída desde la atmósfera hasta cubrir todo el cielo de rojo carmín, estalle con un ruido sordo como ocurre en esa cocina cualquiera, de una casa cualquiera y una familia cualquiera, donde, durante unas décimas de segundo, el padre se ve apresado por un miedo más potente que cien cohetes de la NASA juntos. Le pegaría fuego a todos los tratados matemáticos de la historia, sabiendo que eso significaría una pérdida inaudita e irreparable para la humanidad, si a cambio le garantizaran que el cuchillo no tocaría el ojo de su hijito. Y los números tendrían que irse a la mierda cabizbajos y en fila india, con el orgullo muy dañado y, enrocados en su lógica impepinable, preguntándose el porqué de su destierro si los tuertos pueden llevar una vida perfectamente normal.