14 de octubre de 2024

Un riojano en Ibiza (1): Adeu, Madrid

Adeu a las barras de latón y sus camareros de modal elegante y verbo chistoso. A los metros abarrotados, a los atascos donde la vida se marcha por el sumidero gota a gota. 

Adeu a los madridistas y a los colchoneros, a los museos y los teatros, al riachuelo que nunca será lo que sueña. 

Adeu al viejo que vi robar dos ciruelas a la frutería paquistaní en mi último día viviendo en Madrid. Bonita estampa para cerrar una etapa de 18 años. 

Adeu a la basura en las calles y al aroma a pis emboscado en cada esquina oscura, listo para apretujarte de asco el cerebro. 

Adeu a los churros y las porras, a las bicicletas asesinas y estropeadas. 

Adeu a las tapas, a las gallinejas y al ladrillo rojo. A los domingos de frío soleado, a los dobles de Mahou.

Adeu a la sierra, a la inquietante Puerta del Sol y su presidenta de Tim Burton. 

Adeu a los trayectos combinados en metro, cercanías y autobús, tantos enamoramientos fugaces y estériles; y tantos libros entonces, tantos móviles de mierda ahora...

Adeu, capital mía. Siempre serás la ciudad donde todo es posible, pero últimamente lo posible se estaba convertido cada vez más en lo insufrible. Y adeu, queridos madrileños, suprema decantación de todas las aldeas y pueblos del país. Vosotros resistís grandiosos mientras la ciudad degenera a vuestro alrededor.

Adeu, Madrid.




15 de noviembre de 2020

Relatos 28: Estimados vecinos


Estimados Andrés, Miriam y Leo, nuevos vecinos del 3A:


A través de esta carta, daros la bienvenida oficial a la Comunidad de propietarios. Esperamos y deseamos que estas primeras semanas en vuestra nueva vivienda estén siendo agradables. Por culpa de la maldita pandemia, que nos mantiene a todos encerrados en nuestros domicilios, todavía no hemos tenido la oportunidad de celebrar una junta donde realizar las pertinentes presentaciones. A la espera de que la situación mejore y podamos darnos la mano cuanto antes, vuestros vecinos más cercanos, los limítrofes con alguna de vuestras paredes, no pueden esperar más a conoceros y desean hacerlo a través de estas líneas, el único medio que ahora mismo permiten la circunstancias. La Comunidad cede este espacio a tal fin y con sus mejores deseos de concordia entre vecinos.


-Doctora Pascual (3B): ¡Hola! Soy Mamen, vuestra vecina puerta con puerta. Trabajo en el Hospital 12 de octubre, pero no os asustéis, ahora me dedico a la gestión y durante estas semanas no he estado en contacto con la zona de urgencias ni me he sometido a situaciones de riesgo. Así que prometo no contagiaros el coronavirus, jaja! Es una suerte que tengáis a una médico al lado, ¿verdad? Quiero que sepáis que me tenéis para lo que haga falta. Durante unos meses estuve destinada en la unidad de Pediatría del hospital y conozco a varios especialistas maravillosos. Muchas veces es difícil entender a un niño y sobre todo por qué llora sin parar. Día tras días, nos preguntamos cuál es el origen de esas rabietas violentas e inacabables que pueden sacar de quicio a cualquiera ¿no es así? Para lo que queráis, en serio, aquí tenéis a la doctora Pascual.


-Rashidi Amokachi (2A): ¡Kaabo awon aladugbo! Os doy la bienvenida en Yoruba, el idioma de mi país. ¿A que nunca pensabais que tendrías un vecino camerunés? Quiero que sepáis que no soy ningún recién llegado que ha venido a España en patera a buscarse la vida. Llevo muchos años aquí y estoy plenamente integrado. Casi siempre se mira con recelo a los extranjeros y prefería que lo supierais. Fijaos si soy uno más de vuestra sociedad que hace años que regento un pequeño negocio a un par de manzanas de aquí. Igual habéis pasado por delante, es la Santería Milagrosa, junto al supermercado. Mucha gente no cree en lo que hago, pero en mi cultura sabemos que existe mucho más de lo que podemos ver con los ojos. Por ejemplo, existen los hechizos, los maleficios o las posesiones. A veces no podemos explicarnos el comportamiento desesperante y enfermizo de un ser querido y la ciencia no tiene respuestas para todo. Deshacer un encantamiento de ese tipo no es difícil, solo hay que dar con la persona adecuada. Si yo puedo hacer ese trabajo por vosotros algún día, no dudéis en pedirlo. ¡Os atenderé encantado!


-Familia Serrano-Palacios (4A): ¡Bienvenidos, familia! Estamos justo encima de vosotros. Antes éramos más, pero los hijos ya crecieron y marcharon a estudiar a la universidad. Ahora nos hemos quedado solos Manolo y Angelines, os esperamos con los brazos abiertos en Manolines, la carnicería del barrio que teneís a la vuelta de la esquina ¡Todavía no os hemos visto por allí! Tenemos todo tipo de carnes y embutidos riquísimos y a precios de risa. Además, también contamos con matadero propio para despiezar cochinillos, corderos y todo tipo de animales pequeños. ¡Tenemos una carnicería muy apañada, como veis! El primer día que vengáis tendremos un detalle con vosotros, faltaría más, ya sabéis dónde encontrarnos.


Cómo están ustedeeees

Queridos vecinos, esperamos que estas palabras de acogida os hayan hecho ilusión y contribuyan a vuestra adaptación a la Comunidad, sobre todo la del pequeño Leo, que parece que no lo está llevando muy bien por el momento. Para eso estamos los vecinos, para ayudarnos unos a otros, sobre todo  en estos momentos tan difíciles e irritantes donde necesitamos transmitirnos serenidad unos a otros. 


Un fuerte abrazo,


La Comunidad.









18 de marzo de 2020

Relatos 27: Superhéroes en coches de lujo

Me encantaba la escalera de casa. Me pasaba horas jugando con mis cochecitos de juguete, haciendo carreras inverosímiles entre escalones. Solían acabar todos despeñados, y yo me mondaba de risa, y mi madre me preguntaba divertida pero cómo te puede hacer tanta gracia, y luego me revolvía el pelo, y me abrazaba, y yo aspiraba su olor cerrando los ojos de placer. Un día repartí a mis superhéroes de plástico en coches e hice una carrera por toda la casa. Spiderman iba montado en un Ferrari Testarrosa, Thor en un Porsche Carrera y Hulk a duras penas se sujetaba encima del Hummer. Estaba tan contento por la ocurrencia que permití a Angelito que jugara conmigo. Le dejé muy claro que solo podía mover los coches cuando yo se lo ordenara y que, pasara lo que pasara, la carrera la iba a ganar yo, que para eso la había organizado. Aceptó las condiciones con mansedumbre de hermano pequeño, quizá pensando que su docilidad le abriría las puertas a futuros juegos conmigo. Lo llevaba claro. A mitad de carrera Batman iba primero subido a su Lamborghini Diablo, pegaban genial, los dos de negro y amarillo. En ese momento mi padre irrumpió en el salón tambaleándose como una bestia herida. Se tropezó con la alfombra y le pegó una patada involuntaria al tándem Lobezno-Maserati, que salió volando y se estrelló contra la tele. Me levanté muy cabreado para pedirle explicaciones, pero topé con esos ojos al rojo vivo donde se abrasaría cualquier pregunta. Se puede saber qué es esta escandalera, preguntó mi madre, entrando al salón mientras se limpiaba las manos con un trapo de cocina. Mi padre se giró hacia ella con el cuerpo encorvado y los brazos apoyados en la mesa del salón. La alfombra, descolocada y retorcida sobre sí misma como una anaconda, hacía estallar el desorden en un salón que solía guardar una pulcritud catedralicia. Y se puede saber qué le habéis hecho a la tele. Angelito y yo nos volvimos impulsados por un mismo resorte y vimos que una esquina de la pantalla estaba rajada. Las garras de Lobezno no perdonaban. Mi padre se irguió todo lo alto que era, se quedó mirándonos unos segundos y se fue al baño sin detenerse ante las preguntas de mi madre, que tampoco tuvo éxito intentando agarrarle el brazo para detener su huida.

Qué te ha pasado. Qué haces tan pronto en casa. A qué hueles.

Nunca pudimos acabar la carrera con los superhéroes para chasco mío y sobre todo de Angelito, que había perdido una gran oportunidad de lucirse como perrito faldero. Aquel día cenamos los tres solos sin mi padre. Mastiqué las salchichas con los dientes y con los ojos la mirada perdida de mi madre, que ni siquiera se enteró cuando me volví a servir kétchup en el plato, alta traición en el reglamento alimentario de la casa. Al día siguiente me enteré de que habían echado a mi padre del trabajo, lo escuché mientras les espiaba desde la escalera. Mi madre le pidió que bajara el tono, pero yo ya me había enterado y además papá no le hizo caso, siguió lamentándose en voz alta con la cabeza hundida entre las manos y un largo fin de semana por delante para cocerse en su propia angustia. Angelito casi me atropelló bajando las escaleras al galope. Era sábado, día de marionetas, ese era el único grito dentro de su cabeza, y cómo hacerle entender que el día de marionetas se había ido a tomar por culo para siempre. Claro que entonces ninguno de nosotros lo sabía. Pero es lo que acabó pasando.

Levántate cariño. Encontrarás otro trabajo. Todo saldrá bien.

El que los tuvo lo sabe


Un par de semanas después vinieron los abuelos a comer a casa. El abuelo trajo una bolsa enorme de chucherías y me hizo prometer que el reparto con Angelito sería justo. Dije que sí y luego hice lo que quise, claro. La abuela apenas nos hizo caso, se fue directa a mamá y la abrazó con los brazos rígidos y la mirada, dura, barriendo el cuerpo de mi padre, que iba sin afeitar y parecía cada vez más peleado con el mundo. Dijo que bajáramos a la calle a tomar el vermú sin él, que nos esperaba poniendo la mesa. Si la mesa ya está puesta, le contestó mamá, que parece que vas con los ojos cerrados. Al final tomamos el vermú en casa, mi madre sacó unas patatas Abad, unas aceitunas y el Martínez Lacuesta. Angelito y yo protestamos porque queríamos mosto y en casa no había mosto y mamá nos dijo que a callar. Al final no estuvo tan mal porque a mí me dejaron tomar una Coca-Cola sin cafeína y a Angelito le vendí un sorbo a escondidas a cambio de un regaliz. Luego comimos patatas con chorizo mientras el abuelo no paraba de contarnos historietas de las suyas. Lo hacía con toda la intención del mundo, y con el canijo de Angelito funcionó, pero yo no quitaba ojo de la guerra soterrada que se desplegaba al otro lado de la mesa. Mamá había encontrado en la abuela a su aliada perfecta y compartían disgustos a cara descubierta. Mi padre no respondía a los ataques descarados que le llegaban desde ambos flancos, su única reacción era ir empalmando chatos de vino. Antes de llegar a las chuletillas ya se había bajado casi toda la botella de Tondonia, que hasta mi abuelo tuvo que decirle que frenara un poco. ¿Tú también, Emiliano? Pensaba que todos conspirábamos en su contra. Se levantó, cogió la chamarra y salió de casa. Ni siquiera dio un portazo porque no había furia en esa hoguera que solo consumía derrota. Tranquila, cariño, tranquila. Mi abuela secaba las lágrimas de mi madre como mi madre solía hacer con las mías.

No aguanto más. Qué le ha pasado. Qué nos va a pasar.

Aquel día se quebró el último pilar del débil andamiaje que nos sostenía a todos. Cuando mi madre nos llevaba al cole yo le apretaba la mano muy fuerte, quería traspasarle mi energía aunque eso me dejará sin fuerzas para jugar a fútbol en el recreo. Pero no funcionaba. Estaba cabreado y un día le arreé a Angelito más fuerte de la cuenta por una tontería. Nadie me echó la bronca que merecía. Angelito deja de llorar que estás todos el día igual, le dijeron. Al final tuve que consolarle yo mismo, en realidad era un verdugo de pacotilla. Mis padres habían agotado sus respectivas reservas de paciencia y los gritos se habían convertido en su lenguaje natural. Entre los dos iban embadurnando de gasolina las paredes de casa y solo faltaba la cerilla que desatara el incendio. Pasó mientras hacía una carrera de coches en la escalera con Angelito, que no se despegaba de mi lado llegara la injusticia que le llegara. Escuché el ruido inequívoco de un cristal al romperse y le dije a Angelito que ni se le ocurriera moverse o se anularía la carrera. Bajé corriendo al salón con Iron Man en una mano y el Bugatti en la otra. Mi madre sollozaba sentada en el sofá y se tapaba la cara con el paño azul que solía usar para quitar el polvo. La arena y el cristal se esparcían mezcladas por el suelo: había destrozado por accidente el viejo reloj de mi padre. Recuerdo de su añorada infancia, objeto de adoración e imposible de arreglar, claro. Papá entró alarmado al salón preguntando qué había sido ese ruido. Al ver el salchucho se encerró en su propia tragedia imaginaria y decidió que había llegado el momento de cruzar la última línea roja. Levantó el brazo y se fue directo a por mi madre, que no podía protegerse porque ni siquiera le estaba mirando. Pero fue mi cara quien absorbió la bofetada y todo el futuro envenenado que prometía aquel golpe. Ciego y sordo como estaba, mi padre no vio mis brazos al aire, ni los muñecos que agitaba con las manos para declararme culpable, ni tampoco escuchó el gritó que lancé mientras saltaba para interponerme en la trayectoria entre su mano y la cara de mamá.

- ¡Que lo he roto yo!


30 de septiembre de 2017

Relatos 26: Ver la luz


Y justo antes de abrir la puerta de casa, me doy cuenta de la ranura de luz que se filtra por debajo e ilumina el felpudo. Se me congelan todas las vísceras menos el corazón, ese siempre va por su cuenta y empieza a patalear como un niño al ver el plato de brócoli. Vale que son las seis de la mañana, vale que llevo siete copas encima, pero ni obviando todo eso sería capaz de pensar con normalidad. Joder, hay luz en casa, en mi guarida de soltero. Pese a la castaña que llevo, la pesquisa es rápida, todo va deprisa cuando un mazo aporrea dentro de tu pecho a ritmo creciente. ¿Quién tiene llaves de mi casa? Mis padres y Sandrita. Mis padres están en el pueblo, descartados. Sandrita no tengo ni idea de dónde está, es ella. La lógica binaria que dicta el Jack Daniel’s no deja espacio a la réplica. Blanco, negro, eufórico, destrozado. Bueno, ahora no sé cómo estoy, pero sí noto esa promesa infectando mi sangre. ¿Será posible, Sandrita? ¿Después de todo un año de silencios angostados y sueños traicioneros? A ver, ¿qué día es hoy? ¿Su cumple, el mío, algún aniversario? Qué va, esto no va de calendarios. Aquí hay algo puro, un instinto natural que nada le debe a la nostalgia. ¡Toma ya! Empiezo a sudar, a sudar alcohol, se entiende, pero al mismo tiempo noto que el pedo me sube más. Qué bien me vendrían unas gominolas. Apoyo la espalda en la pared y me dejo resbalar hasta quedar sentado sobre el felpudo. Piensa, piensa. ¿Si llamo por teléfono a Sandrita para asegurarme?  ¡Pero si seguramente esté al otro lado de la puerta y yo tengo la llave! Vamos Jack, no digas chorradas, mierda, empiezo a hablar solo, no, no, debo concentrarme. Me agarro la cabeza y sin querer activo el dolor de cabeza. Da igual, era cuestión de tiempo, cuanto antes empiece antes acaba. 


La luz puede dar más mal rollo que la oscuridad


Me tumbo boca arriba sobre el felpudo y mi caro polo de Fred Perry se llena de mierda. ¡Eh, qué más da eso ahora! ¡Aquí está en juego el corazón, sí, el corazón, el puto amor, y las cosas materiales palidecen insignificantes a su lado! Tengo ganas de gritarlo en el rellano y si no lo hago es para no perder el factor sorpresa con Sandrita. Seguro que se ha quedado dormida sobre el sofá. Cuando entré podré admirarla como la diosa que es, antes de darle ese abrazo que necesita y que le ha hecho venir hasta aquí con la fijación de un yonqui. Pego la frente al marco inferior de la puerta y asomo los ojos por la ranura de luz. Es imposible distinguir nada, más allá de una blancura total que me araña las pupilas. Esa luz solo puede emanar de una deidad, no hay duda. Sandrita, mi Sandra querida, no vas a tener que esperar más, ya llego. Me apoyo en el pomo de la puerta y elevo mi cuerpo escombro con mucho esfuerzo. Es mi última reserva de energía, pero poco importa porque pronto estaré abrazado a ella. Se me caen las llaves, el felpudo amortigua el sonido y el factor sorpresa queda a salvo. Sí, todo está saliendo bien. Toc, toc, toc, toc, a la quinta atinó con la llave en el bombín y giro despacio. Entro de puntillas a casa y atravieso el pasillo con el corazón aislado en su propia rave. Cuando entre el salón, miraré a la izquierda y allí estará ella, tumbada sobre el sofá con su perfume de violetas.  Justo antes de cruzar ese umbral, me paro, cierro los ojos y doy las gracias a ese Dios en el que no creo. Le prometo que a partir de mañana, bueno ya de hoy, todo va a cambiar. Firmo el pacto y al fin entro. Tumbado sobre el interruptor de la lámpara de pie, Micifuz alza la cabeza, me interroga con la mirada y sé que tiene hambre, ganas de joder, o las dos cosas.

13 de mayo de 2016

Relatos 25: Salsa de chile

Andaba yo trasteando por las calles traseras de Gran Vía sin nada que hacer, lanzando miradas a las putas que se arracimaban por los portales mientras enseñaban cachas bajo cero y fumaban con boca de oso hormiguero. Sentía en la piel el empalago de un aburrimiento líquido que se me escurría por la nuca y me pringaba toda la espalda. Esa sensación me enfadó y pegué una patada a unas bolsas de basura pensando que me aliviaría un poco. En el agujero que se abrió entre la mierda acumulada vi algo negro y brillante. Parecía obsidiana. Me agaché a cogerlo y en cuanto lo toqué se abrió. ¡Un ojo! Una enorme pupila oscura me miraba fijamente y al momento algo me aferró el brazo. Miré. Era una mano gris con dedos como espárragos. Me entró mucho miedo y busqué a las putas con la mirada, pero seguían absortas, apelmazadas por un magma de nicotina y hastío. Lo que fuera que me tenía agarrado me dijo no te asustes, en un español con acento… ¿mexicano? Vaya. Tirando de mi cuerpo elevó el suyo y se quitó de encima las bolsas de basura. Un metro de alto, gruesa piel de rinoceronte, ojos con forma de pétalos: para mí no había duda. ¿Eres un marciano? Se llevó las manos a la cabeza, la agitó como los niños sorprendidos y con su aliento a guacamole me dijo querido humano, hay millones de planetas en el universo, ¿por qué siempre pensáis que venimos de Marte? Qué poca imaginación tenéis. Un argumento irrefutable, tuve que darle la razón. Se comió una cáscara de plátano que le colgaba del hombro y lanzó un eructo que sonó a bocina de camión. Llegó a despeinar a una de las putas, que nos miró muy cabreada porque tendría que subir al piso franco a arreglarse otra vez la pelambrera. Nos reímos un poco por lo bajinis. Mi nuevo amigo me cogió la mano, me dijo que era hora de volver a casa y que si me apetecía conocer un planeta nuevo. ¡Por fin algo entretenido que hacer! Le dije que por supuesto, pero que debía estar de vuelta antes de las nueve, la hora impepinable a la que se cena en mi casa. Tranqui tronco, me contestó.

Agarrados de la mano, una posición algo incómoda para mí porque él era muy bajito, salimos a Gran Vía por la Calle del Barco. Miró a la derecha y enumeró en voz alta: H&M, Mango, Zara, Lefties, Primark… ¡Primark! Ese último letrero le puso muy contento y me soltó la mano para aplaudir como un chimpancé, con las manos justo encima de la cabeza mientras daba saltitos. Estuvo a punto de pisar a una vieja, que nos taladró con la mirada y masculló algún insulto decimonónico antes de ser succionada de nuevo por la multitud. Volvió a cogerme la mano y nos abrimos paso de mala manera entre decenas de cuerpos excitados por misteriosos anhelos. Pronto llegamos al recibidor del Primark, donde un segurata elevaba el mentón con orgullo al cielo desangrado de Madrid. Subimos el primer tramo de escaleras mecánicas y nos deglutió una multitud aún mayor que la de la calle. Mi amigo, que al parecer sufría de gases, lanzó otro eructo aún más poderoso que el anterior, esta vez más de bocina de barco, me atrevería a decir. Pero nadie se volvió para mirarnos, era imposible competir con la atracción imantada de los grandes carteles y sus precios de una cifra. Nunca había estado en aquella megatienda y me sorprendió que había barandillas para asomarse, pero, ¿asomarse a qué? A qué iba ser, a mucha más gente y a mucha más ropa. Aquella monstruosidad tenía cuatro pisos, jamás había visto una tienda tan grande, y como techo una bóveda acristalada que me recordó a la pirámide del Louvre. Fuimos subiendo los pisos, avanzando a duras penas. Yo buscaba a la gente con la mirada tratando de entender esa enajenación colectiva, pero todos esos ojos se movían en un plano de la realidad ajeno al mío, donde la ropa barata era más importante que el oxígeno. Mi amigo me miro y se encogió de hombros diciéndome es lo que hay, pero lo hizo sin mover los labios, solo haciendo vibrar un sonido dentro de mi cabeza. ¡Tenía telepatía, el muy jodido! Insultar no está bien y me arrepiento, pensé adrede, para que lo oyera. Tranqui tronco, repitió mentalmente, se ve que llevaba desde los ochenta con nosotros, normal que extrañara su hogar.


¿Pica más que quema o quema más que pica?


Con mucho trabajo logramos llegar al cuarto piso y hasta la última caja registradora al final del último recoveco de la tienda, no por ello menos abarrotado de gente. Aprovechando un pequeño despiste de la dependienta que estaba despachando, mi amigo me soltó la mano y se escurrió hasta la caja registradora. ¿Qué pretendía, sacar una monedita como recuerdo de su viaje? Ya me estaba sacando la cartera para regalarle una de cinco céntimos cuando una enorme sacudida me tiró al suelo. ¿Un terremoto? Miré alrededor y yo era el único que había caído. ¿Pero es que no los habéis notado?, grité algo cansado ya de mi aislamiento. Miré a mi amigo, que hacía el gesto de la victoria con dos de los cuatro dedos de su mano derecha. Volvió a apretar un par de botones de la caja registradora y el temblor anterior se multiplicó por cincuenta. Noté que se me desencajaba el corazón del pecho como aquella vez que subí al Dragón Khan. El suelo se estaba elevando y lo que más me sorprendió fue que no hubiera casi ruido, más allá del conocido cacareo estrepitoso de la multitud compradora. La mole de cuatro pisos estaba despegando verticalmente y parecía desplazarse sobre raíles con la suavidad de una bandeja de horno. Cuando el edificio entero ya estaba suspendido en el aire, mi amigo indicó que me pusiera a su lado. Me ató a la caja registradora con unas correas y volvió a darme la mano. Apretó otro botón, uno rojo y grande, y la planta baja de la tienda-nave se abrió hacia fuera como una compuerta. Mientras toda aquella gente se precipitaba hacia Madrid como cereales a un bol de leche, no dejaban de probarse camisetas de dos euros, de mirarse retadoramente por el último pantalón blanco de la talla 38, de girar y girar bajo esa música celestial, ni siquiera de correr hacia la siguiente estantería de jerseys, aunque ya no había ni suelo sobre el que hacerlo. Vi cómo la Gran Vía se iba moteando de puntitos rojos y se me antojó salsa de chile. Mi amigo volvió a leerme la mente y abdujo un par de fajitas del Restaurante Lupita. Solo me comí media porque menuda es mi madre como no te acabes la cena en casa...

17 de septiembre de 2014

Diálogos 5: Buenas noticias

Riiiiing, riiiiing...


  • Diario El Universo, dígame.
  • Buenos días, quiero hablar con el tío qué decide las noticias.
  • ¿Cómo dice?
  • Sí, hombre, con el tipo que decide lo que sale y lo que no en su periódico.
  • Disculpe, ¿con quién tengo el gusto de hablar?
  • Con un suscriptor del periódico desde hace más de 25 años.
  • De acuerdo, pero no entiendo su petición. ¿Quiere hablar con alguien en concreto?
  • Ya te lo he dicho, con el que manda.
  • ¿Con el director?
  • Me da igual, con cualquiera que decida lo que se publique.
  • Mire, si no me dice una persona en concreto o una sección no puedo ayudarle.
  • Está bien. Pues pásame con.... el jefe de Internacional.
  • Le paso con la sección. Espere un segundo.


(Música ratonera de intensidad media)



"Nosotros damos las noticias, tú pones el color"



  • Internacional.
  • Buenos días, ¿con quién tengo el gusto de hablar?
  • Buenos días... Eh... ¿Quién es usted, disculpe?
  • Soy la voz de tu conciencia.
  • ¿Cómo? ¿Perdone?
  • ¿Tú decides lo que se publica en tu sección?
  • Eh... No, no soy yo. Solo soy un redactor de la sección. ¿Pero con quíén...
  • Bueno da igual, me sirve. Llamaba para pedir que publiquen más buenas noticias en tu periódico. Mi vida es una mierda y cuando abro el periódico me deprimo más todavía. Mi petición beneficia a todos. Yo estoy más contento y vosotros vendéis más periódicos.

  • ¡Claro, hombre! Y lo que me pasa a mí le pasa a mucha más gente. A ver, en tu sección, ¿qué es eso de sacar cada día una página con la última mezquita reventada de un bombazo? ¡No veis que eso se la trae floja a los lectores! ¡Una más, una menos! Si los moros están todo el día igual.
  • Mire, tengo mucho trabajo y voy a colgar, lo siento. Si desea realizar alguna...
  • ¡Espera un momentito! No soy ningún chalado, soy un profesor universitario jubilado, suscriptor de toda la vida del periódico y harto de no ver más que cosas negativas a mi alrededor. Lo que pido no es ninguna tontería. Seguro que hay buenas noticias todos los días, pero os decantáis por publicar las malas y eso genera un círculo vicioso.
  • Mire, entiendo, su postura, lo que ocurre es que...
  • ¡Que si un hombre muerde a un perro es noticia, pero al revés no! Anda, no me vengas con esas chaval. Los medios contribuís a que todo se vaya a la mierda. Por eso no hacen más que bajar las ventas de periódicos, ¿es que no lo veis?
  • Eh... No lo sé... Nunca lo había pensado así...
  • ¡Claro, hombre! Venga, ya estás corriendo a contárselo a toda la redacción. Y te aseguro que tengo hablado esto con más gente. Buenas noticias supone beneficio para todos, periodistas y lectores.
  • Bueno mire, déjeme en paz, por favor, que tengo mucho trabajo.
  • Ya no te molesto más, pero recuerda: buenas notiiiicias, buenas notiiiicias...


5 de junio de 2014

Relatos 24: Mi vieja enemiga

(Ganador del I Concurso de Microrrelatos CVNE)


 Sin dejar de temblar, levanté la pistola al techo de la bodega y grité con todas mis fuerzas.

- ¡¡Manos arriba, esto es un atraco!!

Rodeados por un mar circular de barricas y con una copa de vino en sus arrugadas manos, la mitad de los ancianos ni siquiera reaccionó. Las columnas, los focos de luz y el intenso olor a madera húmeda no casaban con mi aventura, pero yo no estaba para detalles estéticos: solo pensaba en la pasta. Sobrecogida por mi alarido, la guía se agarró a una columna y me miró fijamente mientras su cara atravesaba un variado arco de emociones: terror, estupefacción, extrañeza... La mitad del grupo turístico que sí tenía pilas en el sonotone se giró en grupo, como un elefante estirándose al amanecer. Vieron mi chándal de tactel, mis viejas zapatillas J'hayber, mi pasamontañas casero y el resto de harapos que completaban al inesperado caballero de la triste figura. Detrás, la guía parecía recomponerse al compás que frenaba su corazón tras una breve taquicardia.

- Oiga, esa pistola es de juguete, ¿verdad? -dijo.

Miré de reojo al pasillo y calculé cuánto me costaría escapar corriendo, no hubiera estado de más un poco más de planificación... Pero no me iba a rendir tan pronto.

- ¿De juguete? ¡Pero qué dices! ¡Esta pipa es de verdad y pienso disparar, eh! ¡Que estoy muy loco!


Bodega Viña Real AKA El paraíso

Una parte del grupo seguía sin inmutarse, catando el CVNE como si nada, pero una anciana se disgregó y fue directa hacia mí: no podía creer que me hubiera reconocido. La visión de mi mayor rival me puso de los nervios y rompí a sudar. En décimas de segundo se me empapó la mano. La pistola resbaló y cayó al suelo mecida por un grito colectivo de pánico. Al chocar, la carcasa de plástico se partió en dos y del núcleo empezaron a surgir falsos sonidos de bala. La verdad es que era un juguete logrado y algún anciano se tiró al suelo, pero no mi vieja enemiga, que avanzaba implacable entre efluvios de garnacha y tempranillo. Parecía una reina achacosa, levitando sobre barricas que podría lanzar contra mí con un movimiento de cejas. Yo estaba petrificado por el miedo y no moví una célula cuando llegó a mi altura, alzó un brazo y me quitó el pasamontañas con una ágil movimiento impropio de su edad; la rabia actuaba como la poción mágica. Pese a estar picados por las cataratas, sus ojos se las apañaron para verter sobre mí un cóctel venenoso de odio e intensa decepción. Me pegó una colleja que retumbó en la bodega, chocando por las paredes como un bumerán que multiplicó mi humillación. Finalmente se dio la vuelta, levantó su copa y lanzó una petición a sus colegas del IMSERSO.

- ¡Un brindis por el hijo más tonto del mundo!

13 de mayo de 2014

Relato 23: Fracciones de vida

 
 Esperando ansioso el doble check del Wasap en mitad de la noche.



Sintiéndose la mitad de inteligente a cada segundo que pasa.

Con más miedo que los tercios de Flandes.

Encarcelado por las paredes de su cuarto.

Borracho de quintos de cerveza.

Con ganas crecientes de violar el sexto mandamiento.

Pensando que no le salva ni el séptimo de caballería.

Notando el vacío de Dios al octavo día.

La novena de Beethoven sonando burlona en la casa del vecino.

Resignado a un lotería para la que no ha comprado décimo.


Otro suspenso en mates, llorera de números



Hasta que llega el doble check salta en el móvil y lee la palabra mágica, repantingada en la parte superior de la pantalla:

Escribiendo…

Expectación que se dobla, triplica, cuatriplica, quintuplica, multiplica por todo tipo de números cada vez más altos e imponentes, cada vez más elevados hacia el cielo, observando con desprecio en su ascenso a las insignificantes fracciones que besan la tierra con sus cuerpos partidos por la mitad.

14 de abril de 2014

Relatos 22: Mi diosa de hoy


  • ¿Ah, sí? Pues a mí no me mola nada el segundo disco.
Me contestó con la cabeza gacha, mirándose las uñas de las pies, quizá calibrando en qué momento tendría que bañarlas de nuevo en algún color inmundo. Bajó el tronco un poco más para alcanzarse el dedo gordo sin prever lo que ocurriría con la mitad superior de su cuerpo.

O previéndolo demasiado.

En medio de aquel espléndido par de tetas que estiraban al límite aquella camiseta de tirantes. Ahí sentía yo que podía encontrar la felicidad en aquella calurosa tarde de mayo. Y en ningún sitio más.

  • Bueno, mujer, no está tan mal, tampoco es tan diferente al primero... ¿No crees?
  • Te digo que no, Chino, que no me gusta nada.
¡Se había quedado con mi apodo! Ya era un centímetro ganado a sangre y fuego, un poco de cercanía a aquella diosa iridiscente que acababa de cruzarse en mi camino. Elevé la cabeza hacia el sol de Barcelona y pegue un trago largo al gintonic, que me resbalaba por el gaznate profiriendo promesas de mentiroso incorregible. La música de la fiesta sonaba constipada en aquel ático deslumbrante del Barrio Gótico. Mi diosa se remeció en aquella amplia silla de mimbre. ¿Amagaba con irse? Fuego de artillería a discreción.
  • Bueno, igual sí que tienes un poco de razón. Lo que está claro es que el primer disco era mejor.




    La importancia del lugar para fliparlo más

Levantó la cabeza y me miró con aquellos diamantes que manaban de su retina. Y sus labios como el sofá de Dalí en el museo de Figueres y yo tumbando en ellos toda la tarde, engañando al tiempo para que corriera en círculos, hacia donde quisiera pero sin avanzar, ni un segundo, ni una milésima... Y los dientes de ella abriéndose paso, desfilando en una sonrisa perfecta que descifraba todo los códigos de aquella tarde...

  • ¿Ves como si estamos de acuerdo, tontorrón?
Cerré los ojos para degustar mejor aquel dulce increpe. Y pensé: qué coño más da lo que ocurra a partir de ahora, esto es mucho más de lo que necesito para sonreír. Y el resto es infelicidad, humo y mierda.



(Dedicado a J.M. y su mítica frase: "Te presento a mi novia de hoy").






27 de marzo de 2014

Relatos 21: Te están llamando (2/2)


Volví al banco, me lié otro canuto y un cuarto de hora después se presentó Virginia con unas largas botas de cuero que le lamían la pierna hasta la rodilla. La plaza estaba bastante despejada y la vi llegar desde lejos. Saboreé al mismo tiempo las caladas y aquella forma de caminar decidida pero frágil. Las botas castigaban el empedrado del suelo, produciendo un sonido rítmico. Cloc, cloc, cloc. Y ella estaba cada vez más cerca de mi y yo cada vez más lejos de entender las cosas. Llegó hasta mi banco y, sin decir nada, se inclinó para darme dos besos. El segundo impactó en la comisura de mi labio izquierdo y un leve movimiento de mi cabeza habría bastado para provocar una sacudida, un fuerte terremoto. Preferí seguir la senda segura y dejar que el nuevo panorama se dibujara a si mismo.

  • Hola Virginia.
  • Vamos a tomar un café, me sentará bien –sugirió ella.

Me levanté del banco con las manos metidas en los bolsillo. Virginia se cogió a mi brazo derecho y nos dirigimos sin hablar hacia la única cafetería del lugar. Abrí la puerta y dejé entrar a Virginia. Mientras pasaba delante de mi eché un vistazo rápido a la plaza. Vi al gato en medio de aquella planicie de cemento. Tenía las patas muy firmes y ya no agachaba la cabeza. Me miró fijamente. Tiré al canuto al suelo, lo aplasté con el pie y entre a esa cafetería en la que todo podía acelerarse o languidecer, dependiendo de un montón de factores que yo no controlaba. Virginia ya esperaba sentada en una mesa.

  • Solo con hielo, ¿no? –le pregunté desde la barra.

Ella asintió con la cabeza mientras se quitaba la chaqueta. El camarero anotó el café y también la cerveza que yo pedí. Esperé en la barra a que me pusiera las consumiciones. En la mesa, Virginia machacaba las teclas de su móvil. Se volvió a meter el teléfono en el bolso cuando llevé el café y la cerveza a la mesa. Me senté, pegué a la birra un trago largo como una serpiente y estiré las piernas, esperando la precipitación de las cosas. Todo parecía importante en aquel momento, el aspecto de la cafetería, el sol filtrado por la ventana, la ropa que llevábamos. Virginia empezó apuntando al aire.

  • ¿Qué tal? –dijo.
  • Bien –contesté.

Luego me apuntó al pecho.

  • ¿De verdad? –insistió.
  • Claro.

Y entonces disparó.

  • Te lo ha contado Toño, ¿no?
  • Sí. Acabo de estar con él.

Levantó la cabeza en un respingo, arrebatada por la sorpresa.

  • ¿En serio?
  • Pues sí. Me lo ha contado hace un rato. Me ha dicho que lo habéis dejado de mutuo acuerdo y creo que no está muy seguro de la decisión.
  • ¿Eso te ha dicho? –preguntó con un ojo más abierto que el otro.
  • Sí.

Me eché para atrás y miré un momento a la barra. El camarero nos observaba mientras limpiaba vasos con una bayeta. No había nadie más en el bar. Le aguanté la mirada unos segundos hasta que cedió. Puso unas patatas fritas en un plato y me las ofreció alzando las cejas. El canuto me había dado hambre, así que acepte el ofrecimiento y me levanté a por el plato.

  • ¿A dónde vas ahora? –dijo al instante Virginia. Angustiada.
  • A ninguna parte, solo a por esas patatas –le informé señalando la barra.
  • Ah vale –dijo con apuro-. Perdona, estoy un poco descolocada.

Volví con las patatas y empecé a comerlas muy despacio, saboreando cada grano de sal. Entonces Virginia me cogió la mano e interiormente paladeé el tacto de aquellos dedos. Llenos de calor, a punto de explotar.

  • Manu, no ha sido de mutuo acuerdo. Lo he dejado yo –reveló
  • ¿Ah sí? –pregunté. Estaba sorprendido, pero creo que solo a medias.
  • Sí. No sé por qué te habrá dicho otra cosa. Supongo que para salvaguardar su estúpido orgullo macho. Pero le he dejado yo a él. Esto no podía continuar. Lo sé yo, lo sabe Toño. Y lo sabes tú.
  • ¿Yo? ¿Qué voy a saber yo? No estoy en vuestras cabeza –dije con el pedal de la vehemencia a medio gas-. No conozco vuestras intimidades. Solo Toño y tú sabéis de verdad cómo es vuestra relación, cuánto os queréis, hasta dónde llegaríais juntos. Yo solo soy amigo vuestro.
  • ¿También eres amigo mío? –dijo ella.

Y entonces pensé, pensé y pensé, todo lo que se puede pensar en un suspiro. Me machaqué la cabeza en tres segundos. Puedes pasar días, semanas, meses sin hacer nada importante, pero de repente el tiempo se comprime y todo se juega en décimas de segundo. No hay entrenamiento para algo así. Solo existes tú y aquello a lo que te enfrentas.

  • Tienes razón, Virginia, en realidad no eres mi amiga –contesté al fin-. Si no fuera por Toño no te habría conocido nunca. Él sí es mi amigo y desde hace muchos años. Para mi, tú solo eres su novia y ya ni siquiera eso. En realidad no sé qué hago aquí –dije de carrerilla, con las palabras inmersas en una ola de crueldad necesaria-. Así que me voy.

Y esa era mi intención cuando me levanté, pero Virginia impidió la huida. Ella también se levantó, elevada en aquellas largas botas de cuero. Me quedé muy quieto. Ella me cogió la cara y la acercó a sus labios. Me estampó el mejor beso que me han dado nunca, interrumpido por el sonido robótico de mi móvil. Me separé de Virginia.

  • Me están llamando –dije estúpidamente.
  • Ya lo veo –contestó ella a medio reír, no sé si de alegría, de tristeza o de vergüenza.

Cogí el móvil y salí a la calle. Ya había dejado de sonar y no me dio tiempo a coger, pero supuse acertadamente que enseguida volvería a hacerlo. Me dirigí al centro de la plaza buscando al gato con la mirada. Y luego seguí y seguí andando, alejándome cada vez más de aquella plaza a la que nunca he vuelto y de aquella chica a la que espero no volver a ver, hasta que mi amigo volvió a llamar.


  • Dime Toño –dije al descolgar.






19 de marzo de 2014

Relatos 20: Te están llamando (1/2)



  • Virginia y yo lo hemos dejado.

Soltó la bomba y pegó un trago largo como una serpiente a la litrona, de la que ya no bebí más por miedo a contagiarme de tristeza. Un niño jugaba a tenis con su abuelo a unos diez metros. En los parques los sentimientos quedan parcelados. Ellos reían, lo pasaban bien, pero en el banco que ocupábamos Toño y yo no había alegría. El sol novato de marzo luchaba por dar más calor y agradecíamos su esfuerzo. Encendí un pitillo de pie. Toño seguía con la cabeza agachada. Me senté junto a él, con la secreta esperanza de que el humo de mi cigarro lo barriera todo. El mundo entero.

  • Lo siento mucho –dije.

Toño movió la cabeza, primero en dirección al cielo y luego hacia mí. Me miró. Tenía ojos de pajarillo, pero en realidad parecía un camaleón mutando la piel. Vislumbraba un cambio en su horizonte, pero necesitaba cambiar algunas cosas para acercarse y verlo de cerca. Se notaba que algo rebullía en su interior, aunque no era fácil verlo reflejado en su cara.

  • Era lo mejor… -dijo.

Lo hizo sin dejar de mirarme. Me pedía una opinión, pero no se la iba a dar ni por todos los diamantes del mundo. Eran sus ojos, atravesados por el mismo alambre, los que me pedían una respuesta. Me espanté. Toño parecía más vulnerable que nunca y debía medir mis palabras, poderosas como dagas frente a un cuerpo desnudo. Podía atravesar a Toño. Podía atravesar a Virginia en su lugar. Podía lavarme las manos. Hiciera lo que hiciera, quedaría registrado en la mente de Toño, ya siempre tomaría mi actitud en aquel banco como un nuevo cimiento de nuestra relación. Decidí que ya bastaba de mirar para otro lado.

  • Sí, era lo mejor. Me alegro de que hayáis dado el paso.

La respuesta aturdió un poco a Toño, que no esperaba contundencia. Yo me sentí liberado, tanto tiempo callando empezaba a pasar factura. Toño se levantó, dio una patada inofensiva a una piedra y caminó unos pasos. Noté que me vibraba el móvil en el pantalón, pero no lo saqué del bolsillo.

  • ¿De verdad? ¿Te alegras?
  • Sí –contesté.
  • ¿Y desde cuándo lo pensabas exactamente?
  • ¿Y qué mas da eso ahora? –repliqué sin ganas.
Toño volvió al banco y se sentó a mi lado. El niño y su abuelo se cansaron del tenis y marcharon a otra parte, el viejo como un planeta y el crío como un satélite, dando vueltas de alegría a su alrededor. Me pregunté si yo podría provocar eso en alguna persona algún día. Empecé a liar un canuto. El viento dificultaba la tarea y tardé más de la cuenta. Toño acusó tanto tiempo para pensar.


  • Menuda mierda ¿no? –soltó, dejando el campo abierto para que yo replicara algo, lo que fuera. A esa observación se puede replicar casi con cualquier comentario. En aquel banco, en aquella situación, el silencio era poderoso: podía matar a Toño.
  • No encajabais.
  • ¿Cómo un puzzle?
  • Supongo –dije.
  • ¿Desde cuándo lo piensas?

No respondí. Era la segunda vez que lo preguntaba, nada accidental. Encendí el canuto espero que me rebelara algo, pero pasó lo de siempre, que solo sirvió para encenagarme la cabeza aún más. Entonces el móvil se puso a vibrar otra vez y me sobresalté. En el plomizo silencio que habíamos creado, la vibración del móvil se escuchó nítidamente.

  • Te están llamando –me advirtió Toño.
  • Ya lo sé. No voy a coger –repliqué.
  • ¿Y si es algo importante?
  • Nunca es importante.
  • ¿Quién te está llamando? –insistió.

Me levanté del banco sin contestar. El sol de marzo ya se había dado por vencido y un viento suave pero traicionero circulaba a ras de suelo enfriándome los pies. Me até la chaqueta hasta arriba y di al canuto una calada larga como una serpiente mientras me dejaba engullir por la ciudad. Dejé allí a Toño y ni siquiera me despedí. Cuando me sentí a salvo, saqué el móvil y vi las dos llamadas perdidas de Virginia, como dos botellas naufragando en el océano. Seguí caminando un buen trecho hasta llegar a una plaza. Me senté en un banco, preguntándome si Toño seguía paralizado en el parque. O si ya se habría ido a casa, con un montón de ideas rebotándole en la cabeza. Un gato parduzco surgió de los bajos de un coche y se acercó con sigilo a mi banco. Caminaba con la cabeza muy gacha, en posición de alerta. Decidí bajar yo también la cabeza porque en cualquier momento podía ocurrir un imprevisto y era mejor estar preparado. De repente mi móvil volvió a sonar y la estridencia de aquel sonido robótico espantó al gato. Dejé que diera unos tonos para observar cómo se alejaba el minino, siempre con la cabeza gacha. Miré la pantalla y era Virginia. Ahora estaba a salvo. Así que cogí.

  • Hola Virginia.
  • Hola Manu, ¿dónde estás? –preguntó.
  • No estoy seguro, en una plaza que no conozco. Me he puesto a andar sin rumbo y he acabado aquí –le informé.
  • Quiero verte. Entérate de dónde estás y voy para allí.

Me levanté del banco y caminé hacia una de las esquinas de la plaza para buscar una placa identificativa. Leí el nombre y se lo dije a Virginia.

  • Ok, no te muevas, no está muy lejos de mi casa. Nos vemos en diez minutos –dijo.

21 de enero de 2014

Monólogos 2: Has sido todos los animales

Pasas todos los días delante de ese cascado banco de madera, que parece agarrado al suelo como un náufrago agonizante. Lo has visto a todas las horas del día, en amaneceres confusos, en mediodías rutinarios, en tardes violentadas por la luz del sol, en noches llenas de ruido o llenas de silencio. Hoy lo vuelves a mirar, al banco, a ese banco. 

En ese banco te has sentido hormiga, una microscópica parte del planeta dedicada por entero a una tarea inútil, incapaz de preguntarse por la naturaleza del destino que persigue, agobiada por fuerzas que presupone gigantescas e inabarcables. Te has sentido una hormiga de mierda, una más, decidida a patearle los huevos al destino, pero solo por un segundo antes de recobrar la marcha, esa fila india de hormigas como tú en la que, qué cojones, no se está tan mal.

En ese banco también te has sentido león, esperando la llegada de una felina que has rendido a tus pies. Has relamido cada segundo de esa espera, has gruñido de satisfacción con el último rayo de sol del día, llegado justo a tiempo para siluetear la figura de tu tigresa. Se ha acercado a buen ritmo y se ha quitado los auriculares muy despacio, escuchando los últimos compases de esa canción antes de topar con lo verdaderamente importante: tu rugido de felicidad, el áspero bramido del rey de la selva.


Hala, todos a comerse como animales


En esos viejos listones de madera también te has sentido murciélago desorientado a las siete de la mañana, con el coco zozobrando en alcohol y preguntándote si el primer rayo del día te fulminará como a un hombre lobo, pero eras vampiro, un drácula de garrafón contando las horas para volver al reino de los mortales, esperando el certero espadazo de una resaca tan cruel como necesaria por muchas razones. 

Serpiente y elefante, 
perro y gorila,
ratón y halcón.

En este banco has sido todos los animales. Pero atraviesas un momento de confusión completa, estás sobrecogido por los pilares de hormigón que se quiebran a tu paso como simples mondadientes. Y te sientas en el banco diciéndote soy un animal, pero ¿cuál? Y claro que sabes cómo te sientes: estás aterrado por la posible respuesta que más miedo da de todas. Un ser humano.