Me encantaba la escalera de casa. Me pasaba horas jugando con mis cochecitos de juguete, haciendo carreras inverosímiles entre escalones. Solían acabar todos despeñados, y yo me mondaba de risa, y mi madre me preguntaba divertida pero cómo te puede hacer tanta gracia, y luego me revolvía el pelo, y me abrazaba, y yo aspiraba su olor cerrando los ojos de placer. Un día repartí a mis superhéroes de plástico en coches e hice una carrera por toda la casa. Spiderman iba montado en un Ferrari Testarrosa, Thor en un Porsche Carrera y Hulk a duras penas se sujetaba encima del Hummer. Estaba tan contento por la ocurrencia que permití a Angelito que jugara conmigo. Le dejé muy claro que solo podía mover los coches cuando yo se lo ordenara y que, pasara lo que pasara, la carrera la iba a ganar yo, que para eso la había organizado. Aceptó las condiciones con mansedumbre de hermano pequeño, quizá pensando que su docilidad le abriría las puertas a futuros juegos conmigo. Lo llevaba claro. A mitad de carrera Batman iba primero subido a su Lamborghini Diablo, pegaban genial, los dos de negro y amarillo. En ese momento mi padre irrumpió en el salón tambaleándose como una bestia herida. Se tropezó con la alfombra y le pegó una patada involuntaria al tándem Lobezno-Maserati, que salió volando y se estrelló contra la tele. Me levanté muy cabreado para pedirle explicaciones, pero topé con esos ojos al rojo vivo donde se abrasaría cualquier pregunta. Se puede saber qué es esta escandalera, preguntó mi madre, entrando al salón mientras se limpiaba las manos con un trapo de cocina. Mi padre se giró hacia ella con el cuerpo encorvado y los brazos apoyados en la mesa del salón. La alfombra, descolocada y retorcida sobre sí misma como una anaconda, hacía estallar el desorden en un salón que solía guardar una pulcritud catedralicia. Y se puede saber qué le habéis hecho a la tele. Angelito y yo nos volvimos impulsados por un mismo resorte y vimos que una esquina de la pantalla estaba rajada. Las garras de Lobezno no perdonaban. Mi padre se irguió todo lo alto que era, se quedó mirándonos unos segundos y se fue al baño sin detenerse ante las preguntas de mi madre, que tampoco tuvo éxito intentando agarrarle el brazo para detener su huida.
Qué te ha pasado. Qué haces tan pronto en casa. A qué hueles.
Nunca pudimos acabar la carrera con los superhéroes para chasco mío y sobre todo de Angelito, que había perdido una gran oportunidad de lucirse como perrito faldero. Aquel día cenamos los tres solos sin mi padre. Mastiqué las salchichas con los dientes y con los ojos la mirada perdida de mi madre, que ni siquiera se enteró cuando me volví a servir kétchup en el plato, alta traición en el reglamento alimentario de la casa. Al día siguiente me enteré de que habían echado a mi padre del trabajo, lo escuché mientras les espiaba desde la escalera. Mi madre le pidió que bajara el tono, pero yo ya me había enterado y además papá no le hizo caso, siguió lamentándose en voz alta con la cabeza hundida entre las manos y un largo fin de semana por delante para cocerse en su propia angustia. Angelito casi me atropelló bajando las escaleras al galope. Era sábado, día de marionetas, ese era el único grito dentro de su cabeza, y cómo hacerle entender que el día de marionetas se había ido a tomar por culo para siempre. Claro que entonces ninguno de nosotros lo sabía. Pero es lo que acabó pasando.
Levántate cariño. Encontrarás otro trabajo. Todo saldrá bien.
|
El que los tuvo lo sabe |
Un par de semanas después vinieron los abuelos a comer a casa. El abuelo trajo una bolsa enorme de chucherías y me hizo prometer que el reparto con Angelito sería justo. Dije que sí y luego hice lo que quise, claro. La abuela apenas nos hizo caso, se fue directa a mamá y la abrazó con los brazos rígidos y la mirada, dura, barriendo el cuerpo de mi padre, que iba sin afeitar y parecía cada vez más peleado con el mundo. Dijo que bajáramos a la calle a tomar el vermú sin él, que nos esperaba poniendo la mesa. Si la mesa ya está puesta, le contestó mamá, que parece que vas con los ojos cerrados. Al final tomamos el vermú en casa, mi madre sacó unas patatas Abad, unas aceitunas y el Martínez Lacuesta. Angelito y yo protestamos porque queríamos mosto y en casa no había mosto y mamá nos dijo que a callar. Al final no estuvo tan mal porque a mí me dejaron tomar una Coca-Cola sin cafeína y a Angelito le vendí un sorbo a escondidas a cambio de un regaliz. Luego comimos patatas con chorizo mientras el abuelo no paraba de contarnos historietas de las suyas. Lo hacía con toda la intención del mundo, y con el canijo de Angelito funcionó, pero yo no quitaba ojo de la guerra soterrada que se desplegaba al otro lado de la mesa. Mamá había encontrado en la abuela a su aliada perfecta y compartían disgustos a cara descubierta. Mi padre no respondía a los ataques descarados que le llegaban desde ambos flancos, su única reacción era ir empalmando chatos de vino. Antes de llegar a las chuletillas ya se había bajado casi toda la botella de Tondonia, que hasta mi abuelo tuvo que decirle que frenara un poco. ¿Tú también, Emiliano? Pensaba que todos conspirábamos en su contra. Se levantó, cogió la chamarra y salió de casa. Ni siquiera dio un portazo porque no había furia en esa hoguera que solo consumía derrota. Tranquila, cariño, tranquila. Mi abuela secaba las lágrimas de mi madre como mi madre solía hacer con las mías.
No aguanto más. Qué le ha pasado. Qué nos va a pasar.
Aquel día se quebró el último pilar del débil andamiaje que nos sostenía a todos. Cuando mi madre nos llevaba al cole yo le apretaba la mano muy fuerte, quería traspasarle mi energía aunque eso me dejará sin fuerzas para jugar a fútbol en el recreo. Pero no funcionaba. Estaba cabreado y un día le arreé a Angelito más fuerte de la cuenta por una tontería. Nadie me echó la bronca que merecía. Angelito deja de llorar que estás todos el día igual, le dijeron. Al final tuve que consolarle yo mismo, en realidad era un verdugo de pacotilla. Mis padres habían agotado sus respectivas reservas de paciencia y los gritos se habían convertido en su lenguaje natural. Entre los dos iban embadurnando de gasolina las paredes de casa y solo faltaba la cerilla que desatara el incendio. Pasó mientras hacía una carrera de coches en la escalera con Angelito, que no se despegaba de mi lado llegara la injusticia que le llegara. Escuché el ruido inequívoco de un cristal al romperse y le dije a Angelito que ni se le ocurriera moverse o se anularía la carrera. Bajé corriendo al salón con Iron Man en una mano y el Bugatti en la otra. Mi madre sollozaba sentada en el sofá y se tapaba la cara con el paño azul que solía usar para quitar el polvo. La arena y el cristal se esparcían mezcladas por el suelo: había destrozado por accidente el viejo reloj de mi padre. Recuerdo de su añorada infancia, objeto de adoración e imposible de arreglar, claro. Papá entró alarmado al salón preguntando qué había sido ese ruido. Al ver el salchucho se encerró en su propia tragedia imaginaria y decidió que había llegado el momento de cruzar la última línea roja. Levantó el brazo y se fue directo a por mi madre, que no podía protegerse porque ni siquiera le estaba mirando. Pero fue mi cara quien absorbió la bofetada y todo el futuro envenenado que prometía aquel golpe. Ciego y sordo como estaba, mi padre no vio mis brazos al aire, ni los muñecos que agitaba con las manos para declararme culpable, ni tampoco escuchó el gritó que lancé mientras saltaba para interponerme en la trayectoria entre su mano y la cara de mamá.
- ¡Que lo he roto yo!