13 de mayo de 2016

Relatos 25: Salsa de chile

Andaba yo trasteando por las calles traseras de Gran Vía sin nada que hacer, lanzando miradas a las putas que se arracimaban por los portales mientras enseñaban cachas bajo cero y fumaban con boca de oso hormiguero. Sentía en la piel el empalago de un aburrimiento líquido que se me escurría por la nuca y me pringaba toda la espalda. Esa sensación me enfadó y pegué una patada a unas bolsas de basura pensando que me aliviaría un poco. En el agujero que se abrió entre la mierda acumulada vi algo negro y brillante. Parecía obsidiana. Me agaché a cogerlo y en cuanto lo toqué se abrió. ¡Un ojo! Una enorme pupila oscura me miraba fijamente y al momento algo me aferró el brazo. Miré. Era una mano gris con dedos como espárragos. Me entró mucho miedo y busqué a las putas con la mirada, pero seguían absortas, apelmazadas por un magma de nicotina y hastío. Lo que fuera que me tenía agarrado me dijo no te asustes, en un español con acento… ¿mexicano? Vaya. Tirando de mi cuerpo elevó el suyo y se quitó de encima las bolsas de basura. Un metro de alto, gruesa piel de rinoceronte, ojos con forma de pétalos: para mí no había duda. ¿Eres un marciano? Se llevó las manos a la cabeza, la agitó como los niños sorprendidos y con su aliento a guacamole me dijo querido humano, hay millones de planetas en el universo, ¿por qué siempre pensáis que venimos de Marte? Qué poca imaginación tenéis. Un argumento irrefutable, tuve que darle la razón. Se comió una cáscara de plátano que le colgaba del hombro y lanzó un eructo que sonó a bocina de camión. Llegó a despeinar a una de las putas, que nos miró muy cabreada porque tendría que subir al piso franco a arreglarse otra vez la pelambrera. Nos reímos un poco por lo bajinis. Mi nuevo amigo me cogió la mano, me dijo que era hora de volver a casa y que si me apetecía conocer un planeta nuevo. ¡Por fin algo entretenido que hacer! Le dije que por supuesto, pero que debía estar de vuelta antes de las nueve, la hora impepinable a la que se cena en mi casa. Tranqui tronco, me contestó.

Agarrados de la mano, una posición algo incómoda para mí porque él era muy bajito, salimos a Gran Vía por la Calle del Barco. Miró a la derecha y enumeró en voz alta: H&M, Mango, Zara, Lefties, Primark… ¡Primark! Ese último letrero le puso muy contento y me soltó la mano para aplaudir como un chimpancé, con las manos justo encima de la cabeza mientras daba saltitos. Estuvo a punto de pisar a una vieja, que nos taladró con la mirada y masculló algún insulto decimonónico antes de ser succionada de nuevo por la multitud. Volvió a cogerme la mano y nos abrimos paso de mala manera entre decenas de cuerpos excitados por misteriosos anhelos. Pronto llegamos al recibidor del Primark, donde un segurata elevaba el mentón con orgullo al cielo desangrado de Madrid. Subimos el primer tramo de escaleras mecánicas y nos deglutió una multitud aún mayor que la de la calle. Mi amigo, que al parecer sufría de gases, lanzó otro eructo aún más poderoso que el anterior, esta vez más de bocina de barco, me atrevería a decir. Pero nadie se volvió para mirarnos, era imposible competir con la atracción imantada de los grandes carteles y sus precios de una cifra. Nunca había estado en aquella megatienda y me sorprendió que había barandillas para asomarse, pero, ¿asomarse a qué? A qué iba ser, a mucha más gente y a mucha más ropa. Aquella monstruosidad tenía cuatro pisos, jamás había visto una tienda tan grande, y como techo una bóveda acristalada que me recordó a la pirámide del Louvre. Fuimos subiendo los pisos, avanzando a duras penas. Yo buscaba a la gente con la mirada tratando de entender esa enajenación colectiva, pero todos esos ojos se movían en un plano de la realidad ajeno al mío, donde la ropa barata era más importante que el oxígeno. Mi amigo me miro y se encogió de hombros diciéndome es lo que hay, pero lo hizo sin mover los labios, solo haciendo vibrar un sonido dentro de mi cabeza. ¡Tenía telepatía, el muy jodido! Insultar no está bien y me arrepiento, pensé adrede, para que lo oyera. Tranqui tronco, repitió mentalmente, se ve que llevaba desde los ochenta con nosotros, normal que extrañara su hogar.


¿Pica más que quema o quema más que pica?


Con mucho trabajo logramos llegar al cuarto piso y hasta la última caja registradora al final del último recoveco de la tienda, no por ello menos abarrotado de gente. Aprovechando un pequeño despiste de la dependienta que estaba despachando, mi amigo me soltó la mano y se escurrió hasta la caja registradora. ¿Qué pretendía, sacar una monedita como recuerdo de su viaje? Ya me estaba sacando la cartera para regalarle una de cinco céntimos cuando una enorme sacudida me tiró al suelo. ¿Un terremoto? Miré alrededor y yo era el único que había caído. ¿Pero es que no los habéis notado?, grité algo cansado ya de mi aislamiento. Miré a mi amigo, que hacía el gesto de la victoria con dos de los cuatro dedos de su mano derecha. Volvió a apretar un par de botones de la caja registradora y el temblor anterior se multiplicó por cincuenta. Noté que se me desencajaba el corazón del pecho como aquella vez que subí al Dragón Khan. El suelo se estaba elevando y lo que más me sorprendió fue que no hubiera casi ruido, más allá del conocido cacareo estrepitoso de la multitud compradora. La mole de cuatro pisos estaba despegando verticalmente y parecía desplazarse sobre raíles con la suavidad de una bandeja de horno. Cuando el edificio entero ya estaba suspendido en el aire, mi amigo indicó que me pusiera a su lado. Me ató a la caja registradora con unas correas y volvió a darme la mano. Apretó otro botón, uno rojo y grande, y la planta baja de la tienda-nave se abrió hacia fuera como una compuerta. Mientras toda aquella gente se precipitaba hacia Madrid como cereales a un bol de leche, no dejaban de probarse camisetas de dos euros, de mirarse retadoramente por el último pantalón blanco de la talla 38, de girar y girar bajo esa música celestial, ni siquiera de correr hacia la siguiente estantería de jerseys, aunque ya no había ni suelo sobre el que hacerlo. Vi cómo la Gran Vía se iba moteando de puntitos rojos y se me antojó salsa de chile. Mi amigo volvió a leerme la mente y abdujo un par de fajitas del Restaurante Lupita. Solo me comí media porque menuda es mi madre como no te acabes la cena en casa...