Andaba yo trasteando por las calles traseras
de Gran Vía sin nada que hacer, lanzando miradas a las putas que se
arracimaban por los portales mientras enseñaban cachas bajo cero y
fumaban con boca de oso hormiguero. Sentía en la piel el empalago de
un aburrimiento líquido que se me escurría por la nuca y me
pringaba toda la espalda. Esa sensación me enfadó y pegué una
patada a unas bolsas de basura pensando que me aliviaría un poco. En
el agujero que se abrió entre la mierda acumulada vi algo negro y
brillante. Parecía obsidiana. Me agaché a cogerlo y en cuanto lo
toqué se abrió. ¡Un ojo! Una enorme pupila oscura me miraba
fijamente y al momento algo me aferró el brazo. Miré. Era una mano
gris con dedos como espárragos. Me entró mucho miedo y busqué a
las putas con la mirada, pero seguían absortas, apelmazadas por un
magma de nicotina y hastío. Lo que fuera que me tenía agarrado me
dijo no te asustes, en un español con acento… ¿mexicano? Vaya.
Tirando de mi cuerpo elevó el suyo y se quitó de encima las bolsas
de basura. Un metro de alto, gruesa piel de rinoceronte, ojos con
forma de pétalos: para mí no había duda. ¿Eres un marciano? Se
llevó las manos a la cabeza, la agitó como los niños sorprendidos
y con su aliento a guacamole me dijo querido humano, hay millones de
planetas en el universo, ¿por qué siempre pensáis que venimos de
Marte? Qué poca imaginación tenéis. Un argumento irrefutable, tuve
que darle la razón. Se comió una cáscara de plátano que le
colgaba del hombro y lanzó un eructo que sonó a bocina de camión.
Llegó a despeinar a una de las putas, que nos miró muy cabreada
porque tendría que subir al piso franco a arreglarse otra vez la
pelambrera. Nos reímos un poco por lo bajinis. Mi nuevo amigo me
cogió la mano, me dijo que era hora de volver a casa y que si me
apetecía conocer un planeta nuevo. ¡Por fin algo entretenido que
hacer! Le dije que por supuesto, pero que debía estar de vuelta
antes de las nueve, la hora impepinable a la que se cena en mi casa.
Tranqui tronco, me contestó.
Agarrados de la mano, una posición algo incómoda para mí porque él era muy bajito, salimos a Gran Vía por la Calle del Barco. Miró a la derecha y enumeró en voz alta: H&M, Mango, Zara, Lefties, Primark… ¡Primark! Ese último letrero le puso muy contento y me soltó la mano para aplaudir como un chimpancé, con las manos justo encima de la cabeza mientras daba saltitos. Estuvo a punto de pisar a una vieja, que nos taladró con la mirada y masculló algún insulto decimonónico antes de ser succionada de nuevo por la multitud. Volvió a cogerme la mano y nos abrimos paso de mala manera entre decenas de cuerpos excitados por misteriosos anhelos. Pronto llegamos al recibidor del Primark, donde un segurata elevaba el mentón con orgullo al cielo desangrado de Madrid. Subimos el primer tramo de escaleras mecánicas y nos deglutió una multitud aún mayor que la de la calle. Mi amigo, que al parecer sufría de gases, lanzó otro eructo aún más poderoso que el anterior, esta vez más de bocina de barco, me atrevería a decir. Pero nadie se volvió para mirarnos, era imposible competir con la atracción imantada de los grandes carteles y sus precios de una cifra. Nunca había estado en aquella megatienda y me sorprendió que había barandillas para asomarse, pero, ¿asomarse a qué? A qué iba ser, a mucha más gente y a mucha más ropa. Aquella monstruosidad tenía cuatro pisos, jamás había visto una tienda tan grande, y como techo una bóveda acristalada que me recordó a la pirámide del Louvre. Fuimos subiendo los pisos, avanzando a duras penas. Yo buscaba a la gente con la mirada tratando de entender esa enajenación colectiva, pero todos esos ojos se movían en un plano de la realidad ajeno al mío, donde la ropa barata era más importante que el oxígeno. Mi amigo me miro y se encogió de hombros diciéndome es lo que hay, pero lo hizo sin mover los labios, solo haciendo vibrar un sonido dentro de mi cabeza. ¡Tenía telepatía, el muy jodido! Insultar no está bien y me arrepiento, pensé adrede, para que lo oyera. Tranqui tronco, repitió mentalmente, se ve que llevaba desde los ochenta con nosotros, normal que extrañara su hogar.
Agarrados de la mano, una posición algo incómoda para mí porque él era muy bajito, salimos a Gran Vía por la Calle del Barco. Miró a la derecha y enumeró en voz alta: H&M, Mango, Zara, Lefties, Primark… ¡Primark! Ese último letrero le puso muy contento y me soltó la mano para aplaudir como un chimpancé, con las manos justo encima de la cabeza mientras daba saltitos. Estuvo a punto de pisar a una vieja, que nos taladró con la mirada y masculló algún insulto decimonónico antes de ser succionada de nuevo por la multitud. Volvió a cogerme la mano y nos abrimos paso de mala manera entre decenas de cuerpos excitados por misteriosos anhelos. Pronto llegamos al recibidor del Primark, donde un segurata elevaba el mentón con orgullo al cielo desangrado de Madrid. Subimos el primer tramo de escaleras mecánicas y nos deglutió una multitud aún mayor que la de la calle. Mi amigo, que al parecer sufría de gases, lanzó otro eructo aún más poderoso que el anterior, esta vez más de bocina de barco, me atrevería a decir. Pero nadie se volvió para mirarnos, era imposible competir con la atracción imantada de los grandes carteles y sus precios de una cifra. Nunca había estado en aquella megatienda y me sorprendió que había barandillas para asomarse, pero, ¿asomarse a qué? A qué iba ser, a mucha más gente y a mucha más ropa. Aquella monstruosidad tenía cuatro pisos, jamás había visto una tienda tan grande, y como techo una bóveda acristalada que me recordó a la pirámide del Louvre. Fuimos subiendo los pisos, avanzando a duras penas. Yo buscaba a la gente con la mirada tratando de entender esa enajenación colectiva, pero todos esos ojos se movían en un plano de la realidad ajeno al mío, donde la ropa barata era más importante que el oxígeno. Mi amigo me miro y se encogió de hombros diciéndome es lo que hay, pero lo hizo sin mover los labios, solo haciendo vibrar un sonido dentro de mi cabeza. ¡Tenía telepatía, el muy jodido! Insultar no está bien y me arrepiento, pensé adrede, para que lo oyera. Tranqui tronco, repitió mentalmente, se ve que llevaba desde los ochenta con nosotros, normal que extrañara su hogar.
¿Pica más que quema o quema más que pica? |
Con mucho trabajo logramos llegar al cuarto piso y hasta la
última caja registradora al final del último recoveco de la tienda,
no por ello menos abarrotado de gente. Aprovechando un pequeño
despiste de la dependienta que estaba despachando, mi amigo me soltó
la mano y se escurrió hasta la caja registradora. ¿Qué pretendía,
sacar una monedita como recuerdo de su viaje? Ya me estaba sacando la
cartera para regalarle una de cinco céntimos cuando una enorme
sacudida me tiró al suelo. ¿Un terremoto? Miré alrededor y yo era
el único que había caído. ¿Pero es que no los habéis notado?,
grité algo cansado ya de mi aislamiento. Miré a mi amigo, que hacía
el gesto de la victoria con dos de los cuatro dedos de su mano
derecha. Volvió a apretar un par de botones de la caja registradora
y el temblor anterior se multiplicó por cincuenta. Noté que se me
desencajaba el corazón del pecho como aquella vez que subí al
Dragón Khan. El suelo se estaba elevando y lo que más me sorprendió
fue que no hubiera casi ruido, más allá del conocido cacareo
estrepitoso de la multitud compradora. La mole de cuatro pisos estaba
despegando verticalmente y parecía desplazarse sobre raíles con la suavidad de una
bandeja de horno. Cuando el edificio entero ya estaba suspendido en
el aire, mi amigo indicó que me pusiera a su lado. Me ató a la caja
registradora con unas correas y volvió a darme la mano. Apretó otro
botón, uno rojo y grande, y la planta baja de la tienda-nave se
abrió hacia fuera como una compuerta. Mientras toda aquella gente se
precipitaba hacia Madrid como cereales a un bol de leche, no dejaban de
probarse camisetas de dos euros, de mirarse retadoramente por el
último pantalón blanco de la talla 38, de girar y girar bajo esa
música celestial, ni siquiera de correr hacia la siguiente
estantería de jerseys, aunque ya no había ni suelo sobre el que
hacerlo. Vi cómo la Gran Vía se iba moteando de puntitos rojos y se
me antojó salsa de chile. Mi amigo volvió a leerme la mente y
abdujo un par de fajitas del Restaurante Lupita. Solo me comí media
porque menuda es mi madre como no te acabes la cena en casa...