SANDRA
Mete en la cesta otro paquete de algo herbodietético, algo
insustancial, como insustanciales son las aristas de su vida en los últimos
tiempos. Realiza la compra a cámara lenta, víctima del aburrimiento, de saber
que los sofás y la cama seguirán ordenados cuando vuelva a casa. Todo se acelera
cuando ve a Pedro desorientado, pidiendo una moneda a un tipo que ni siquiera
le escucha. ¿Qué coño está haciendo? Lleva uno de esos trajes caros y
estúpidos que tanto le reconfortan, pero a la vez mendiga vil metal, así que a
Sandra le asalta el agobio. No entiende nada.
La niebla confusa que envuelve el supermercado aligera sus
penas y comienza a silbar una vieja canción que siempre le puso alegre. Mete
en la cesta un queso curado gigante, el más grasiento, y comienza a fantasear
con los pinchos que va a cocinar en casa. Queso con mucho aceite de oliva, pan
chapata y algo muy azucarado de postre, quizá una tarta de chocolate
mastodóntica. Comprende perfectamente que su alegría mana de encontrarse a
Pedro, un tipo al que entregó su alma y que ahora se arrastra, incrustado en su
apariencia de vagabundo lujoso. Mal de muchos consuelo para el que quiera.
Sandra cruza tres pasillos con una sonrisa de caramelo
bordada en el rostro, pero la alegría se desvanece rápido, con la fuerza letal
de algo que acaba de recordar:
Pedro, ¿no tendrías que estar recogiendo a nuestra hija del colegio en
este preciso instante?