Pero no es reconocimiento lo que espera. Hace tiempo que ha decidido conformarse con unas monedas. Ahora esos trocitos de metal rebotan aburridos en un vaso muy curioso, de plástico negro. Se agrupan desordenadas, simbolizando cada una un pequeño gesto de admiración quizá, de respeto puede, de agradecimiento seguro. El vaso de plástico negro guía a nuestro hombre a lo largo de los vagones del metro como esas varas de escuchar la tierra para buscar pequeños tesoros en sus entrañas. Por un momento nuestro hombre se detiene pensando en el parecido. Los dos surcan las entrañas, del verde uno, de la ciudad el otro. Buscando tesoros.
Una nueva parada del convoy y pocas miradas, si acaso de gente poco habituada como yo. Ahora lo tengo a apenas tres metros y distingo con claridad sus rasgos, aunque no soy capaz de crearme su imagen en la cabeza. Su rostro permanece difuso y no llega a concretarse en nada para mí. Despierto de la ensoñación con el primer acorde de su extraño instrumento. Es un violín. Pero yo nunca había visto uno como este. Solo conserva el cuerpo y las cuerdas y está enganchado a un amplificador. Es pura raspa de pescado al lado de ese magnífico pez lleno de escamas y plata que es un stradivarius, creo que así se llaman. Él no tiene el pez de plata, solo tiene la raspa, pero de algo feo extrae algo bonito y suena una música clásica de esas que millones de personas conocen a cambio de que solo unos pocos puedan reconocer su nombre. El sonido rebota entre las ventanillas y entre esos útiles planitos de metro aplastados en el vagón y llega a los oídos de todos.
Al principio reniego porque llevo unos auriculares, pero enseguida los acordes de la raspa se me enredan en el pelo y en los oídos. Mira por donde, resulta que el metro no tiene por qué ser aburrido. La gente de alrededor no le mira temiendo quizá que una simple mirada sea tan poderosa que puede hacer que se evaporen, él y su raspa y su amplificador. Pero solo es que pasan de él, pienso convencido. Miro sus caras, de ojos tirados por el suelo y cabezas humeantes y me enerva que piensen que su absurda reflexión de transporte público es más importante que todo lo bonito que brota del violín de mentiras. Porque para entonces, unos dos minutos más tarde, el vagón ya es más pequeño y el sonido no rebota, solo fluye, corrientes calientes y corrientes frías, como en el mar. Y eso que estamos por debajo del nivel del mar.
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Hay gente para todo. |
Nuestro hombre no mira a nada porque no tiene mirada. Recibe anestesia de sus propios órganos o puede que de esas miradas que le niegan o puede que no le importe todo eso y que solo le importen las monedas que caen en el vaso de plástico negro. No, no, no me creo que piense en metal porque piensa en aire y vive en arte. Interpreta abnegado pero sin pasión, con la dulce furia del que domina algo hermoso. La serpiente encantada sigue recorriendo el vagón y me pregunto si también surca otros vagones dentro de una corriente fría o caliente. Cada vagón un mundo, supongo que es lo más probable. Que haya otras serpientes encantadas en esos otros mundo o que el runrún de los pensamientos de transporte público le impidan el paso. Pero es que me da igual. Me da igual si hay vida en Marte, en otra galaxia, mi mundo es el vagón de nuestro hombre, pero me entristece ver que todavía no reina entre nosotros, sus súbditos. El sonido es atronador para entonces y eso que solo lleva tres paradas. Es algo hermoso en el lugar más feo del mundo y con el instrumento más feo del mundo. No me creo que los pensamientos de transporte público impidan a nadie más darse cuenta, me da igual en otros mundo, pero no quiero eso para el vagón de nuestro hombre, porque yo sí soy un súbdito y le debo total pleitesía. Y me enerva que nuestro vagón no se una en torno a nuestro líder. ¿No se dan cuenta? Si nos unimos podemos vencer a cualquier otro vagón, a cualquier otro mundo, y encima con el líder perfecto, ese hombre cuya imagen flota ante mí pero que no puedo agarrar.
De repente la serpiente encantada muere, las corrientes dejan de circular y la belleza ya no brota de la raspa. Su espectáculo ha acabado con algo de Beethoven, aunque lo más seguro es que no sea de Beethoven, porque yo no soy de los que pueden poner nombre a las piezas de música clásica, y me da rabia, porque esta es de las conocidas, alguna rebajada a la categoría de venta de enciclopedias, joder qué triste. Con la música parada todo lo que ocurre a mi alrededor me sorprende. Tengo mi moneda en la mano y me dispongo a dar una muestra de fidelidad a mi líder. De paso pienso dar una lección a todo el mundo que vive en este mundo atado a otros mundos que surcan los recovecos de Madrid. Pero estoy a tres metros de nuestro hombre y en los pocos segundos que tarda en recorrer mi teoría se me escurre entre los dedos, convertida en una arena muy fina de la que no puedo retener nada aunque cierre muy fuerte el puño. La gente que está antes que yo en el recorrido de nuestro hombre entrega su monedita antes que yo y con la misma devoción.
Me confunde. Dejo caer a mi Rey Juan Carlos convirtiendo la belleza en metal. Me siento completamente imbécil, un listillo por creerme el único receptor de la música de la raspa y entonces entiendo todo. Ellos, mis hermanos de vagón, son capaces de más que yo. Compaginan sus reflexiones de transporte público con la fidelidad a nuestro hombre, nuestro líder. Se entierran en el denso fango de sus pensamientos permitiendo que se cuele por él un poco de luz, una serpiente encantada, una corriente de aire frío o caliente. Me creía el mejor de nuestro mundo y soy el más incapaz. Aprenderé claro, y entonces me llenaré orgulloso de fango y ni siquiera miraré al siguiente que ocupé mi lugar de novato. Porque al novato hay que dejarle que aprenda solo, que se ridiculice a sí mismo. Nuestro hombre se baja del vagón pero para entonces ya no es mi líder, ni su raspa algo feo porque los dos me dan igual. Meto la lección en el bolsillo y mi cartera se caen monedas y también moralejas y me resulta curioso pensar que las dos tiene una raíz común que ahora está en otro mundo, a punto de hacer bailar un serpiente.