15 de noviembre de 2020

Relatos 28: Estimados vecinos


Estimados Andrés, Miriam y Leo, nuevos vecinos del 3A:


A través de esta carta, daros la bienvenida oficial a la Comunidad de propietarios. Esperamos y deseamos que estas primeras semanas en vuestra nueva vivienda estén siendo agradables. Por culpa de la maldita pandemia, que nos mantiene a todos encerrados en nuestros domicilios, todavía no hemos tenido la oportunidad de celebrar una junta donde realizar las pertinentes presentaciones. A la espera de que la situación mejore y podamos darnos la mano cuanto antes, vuestros vecinos más cercanos, los limítrofes con alguna de vuestras paredes, no pueden esperar más a conoceros y desean hacerlo a través de estas líneas, el único medio que ahora mismo permiten la circunstancias. La Comunidad cede este espacio a tal fin y con sus mejores deseos de concordia entre vecinos.


-Doctora Pascual (3B): ¡Hola! Soy Mamen, vuestra vecina puerta con puerta. Trabajo en el Hospital 12 de octubre, pero no os asustéis, ahora me dedico a la gestión y durante estas semanas no he estado en contacto con la zona de urgencias ni me he sometido a situaciones de riesgo. Así que prometo no contagiaros el coronavirus, jaja! Es una suerte que tengáis a una médico al lado, ¿verdad? Quiero que sepáis que me tenéis para lo que haga falta. Durante unos meses estuve destinada en la unidad de Pediatría del hospital y conozco a varios especialistas maravillosos. Muchas veces es difícil entender a un niño y sobre todo por qué llora sin parar. Día tras días, nos preguntamos cuál es el origen de esas rabietas violentas e inacabables que pueden sacar de quicio a cualquiera ¿no es así? Para lo que queráis, en serio, aquí tenéis a la doctora Pascual.


-Rashidi Amokachi (2A): ¡Kaabo awon aladugbo! Os doy la bienvenida en Yoruba, el idioma de mi país. ¿A que nunca pensabais que tendrías un vecino camerunés? Quiero que sepáis que no soy ningún recién llegado que ha venido a España en patera a buscarse la vida. Llevo muchos años aquí y estoy plenamente integrado. Casi siempre se mira con recelo a los extranjeros y prefería que lo supierais. Fijaos si soy uno más de vuestra sociedad que hace años que regento un pequeño negocio a un par de manzanas de aquí. Igual habéis pasado por delante, es la Santería Milagrosa, junto al supermercado. Mucha gente no cree en lo que hago, pero en mi cultura sabemos que existe mucho más de lo que podemos ver con los ojos. Por ejemplo, existen los hechizos, los maleficios o las posesiones. A veces no podemos explicarnos el comportamiento desesperante y enfermizo de un ser querido y la ciencia no tiene respuestas para todo. Deshacer un encantamiento de ese tipo no es difícil, solo hay que dar con la persona adecuada. Si yo puedo hacer ese trabajo por vosotros algún día, no dudéis en pedirlo. ¡Os atenderé encantado!


-Familia Serrano-Palacios (4A): ¡Bienvenidos, familia! Estamos justo encima de vosotros. Antes éramos más, pero los hijos ya crecieron y marcharon a estudiar a la universidad. Ahora nos hemos quedado solos Manolo y Angelines, os esperamos con los brazos abiertos en Manolines, la carnicería del barrio que teneís a la vuelta de la esquina ¡Todavía no os hemos visto por allí! Tenemos todo tipo de carnes y embutidos riquísimos y a precios de risa. Además, también contamos con matadero propio para despiezar cochinillos, corderos y todo tipo de animales pequeños. ¡Tenemos una carnicería muy apañada, como veis! El primer día que vengáis tendremos un detalle con vosotros, faltaría más, ya sabéis dónde encontrarnos.


Cómo están ustedeeees

Queridos vecinos, esperamos que estas palabras de acogida os hayan hecho ilusión y contribuyan a vuestra adaptación a la Comunidad, sobre todo la del pequeño Leo, que parece que no lo está llevando muy bien por el momento. Para eso estamos los vecinos, para ayudarnos unos a otros, sobre todo  en estos momentos tan difíciles e irritantes donde necesitamos transmitirnos serenidad unos a otros. 


Un fuerte abrazo,


La Comunidad.









18 de marzo de 2020

Relatos 27: Superhéroes en coches de lujo

Me encantaba la escalera de casa. Me pasaba horas jugando con mis cochecitos de juguete, haciendo carreras inverosímiles entre escalones. Solían acabar todos despeñados, y yo me mondaba de risa, y mi madre me preguntaba divertida pero cómo te puede hacer tanta gracia, y luego me revolvía el pelo, y me abrazaba, y yo aspiraba su olor cerrando los ojos de placer. Un día repartí a mis superhéroes de plástico en coches e hice una carrera por toda la casa. Spiderman iba montado en un Ferrari Testarrosa, Thor en un Porsche Carrera y Hulk a duras penas se sujetaba encima del Hummer. Estaba tan contento por la ocurrencia que permití a Angelito que jugara conmigo. Le dejé muy claro que solo podía mover los coches cuando yo se lo ordenara y que, pasara lo que pasara, la carrera la iba a ganar yo, que para eso la había organizado. Aceptó las condiciones con mansedumbre de hermano pequeño, quizá pensando que su docilidad le abriría las puertas a futuros juegos conmigo. Lo llevaba claro. A mitad de carrera Batman iba primero subido a su Lamborghini Diablo, pegaban genial, los dos de negro y amarillo. En ese momento mi padre irrumpió en el salón tambaleándose como una bestia herida. Se tropezó con la alfombra y le pegó una patada involuntaria al tándem Lobezno-Maserati, que salió volando y se estrelló contra la tele. Me levanté muy cabreado para pedirle explicaciones, pero topé con esos ojos al rojo vivo donde se abrasaría cualquier pregunta. Se puede saber qué es esta escandalera, preguntó mi madre, entrando al salón mientras se limpiaba las manos con un trapo de cocina. Mi padre se giró hacia ella con el cuerpo encorvado y los brazos apoyados en la mesa del salón. La alfombra, descolocada y retorcida sobre sí misma como una anaconda, hacía estallar el desorden en un salón que solía guardar una pulcritud catedralicia. Y se puede saber qué le habéis hecho a la tele. Angelito y yo nos volvimos impulsados por un mismo resorte y vimos que una esquina de la pantalla estaba rajada. Las garras de Lobezno no perdonaban. Mi padre se irguió todo lo alto que era, se quedó mirándonos unos segundos y se fue al baño sin detenerse ante las preguntas de mi madre, que tampoco tuvo éxito intentando agarrarle el brazo para detener su huida.

Qué te ha pasado. Qué haces tan pronto en casa. A qué hueles.

Nunca pudimos acabar la carrera con los superhéroes para chasco mío y sobre todo de Angelito, que había perdido una gran oportunidad de lucirse como perrito faldero. Aquel día cenamos los tres solos sin mi padre. Mastiqué las salchichas con los dientes y con los ojos la mirada perdida de mi madre, que ni siquiera se enteró cuando me volví a servir kétchup en el plato, alta traición en el reglamento alimentario de la casa. Al día siguiente me enteré de que habían echado a mi padre del trabajo, lo escuché mientras les espiaba desde la escalera. Mi madre le pidió que bajara el tono, pero yo ya me había enterado y además papá no le hizo caso, siguió lamentándose en voz alta con la cabeza hundida entre las manos y un largo fin de semana por delante para cocerse en su propia angustia. Angelito casi me atropelló bajando las escaleras al galope. Era sábado, día de marionetas, ese era el único grito dentro de su cabeza, y cómo hacerle entender que el día de marionetas se había ido a tomar por culo para siempre. Claro que entonces ninguno de nosotros lo sabía. Pero es lo que acabó pasando.

Levántate cariño. Encontrarás otro trabajo. Todo saldrá bien.

El que los tuvo lo sabe


Un par de semanas después vinieron los abuelos a comer a casa. El abuelo trajo una bolsa enorme de chucherías y me hizo prometer que el reparto con Angelito sería justo. Dije que sí y luego hice lo que quise, claro. La abuela apenas nos hizo caso, se fue directa a mamá y la abrazó con los brazos rígidos y la mirada, dura, barriendo el cuerpo de mi padre, que iba sin afeitar y parecía cada vez más peleado con el mundo. Dijo que bajáramos a la calle a tomar el vermú sin él, que nos esperaba poniendo la mesa. Si la mesa ya está puesta, le contestó mamá, que parece que vas con los ojos cerrados. Al final tomamos el vermú en casa, mi madre sacó unas patatas Abad, unas aceitunas y el Martínez Lacuesta. Angelito y yo protestamos porque queríamos mosto y en casa no había mosto y mamá nos dijo que a callar. Al final no estuvo tan mal porque a mí me dejaron tomar una Coca-Cola sin cafeína y a Angelito le vendí un sorbo a escondidas a cambio de un regaliz. Luego comimos patatas con chorizo mientras el abuelo no paraba de contarnos historietas de las suyas. Lo hacía con toda la intención del mundo, y con el canijo de Angelito funcionó, pero yo no quitaba ojo de la guerra soterrada que se desplegaba al otro lado de la mesa. Mamá había encontrado en la abuela a su aliada perfecta y compartían disgustos a cara descubierta. Mi padre no respondía a los ataques descarados que le llegaban desde ambos flancos, su única reacción era ir empalmando chatos de vino. Antes de llegar a las chuletillas ya se había bajado casi toda la botella de Tondonia, que hasta mi abuelo tuvo que decirle que frenara un poco. ¿Tú también, Emiliano? Pensaba que todos conspirábamos en su contra. Se levantó, cogió la chamarra y salió de casa. Ni siquiera dio un portazo porque no había furia en esa hoguera que solo consumía derrota. Tranquila, cariño, tranquila. Mi abuela secaba las lágrimas de mi madre como mi madre solía hacer con las mías.

No aguanto más. Qué le ha pasado. Qué nos va a pasar.

Aquel día se quebró el último pilar del débil andamiaje que nos sostenía a todos. Cuando mi madre nos llevaba al cole yo le apretaba la mano muy fuerte, quería traspasarle mi energía aunque eso me dejará sin fuerzas para jugar a fútbol en el recreo. Pero no funcionaba. Estaba cabreado y un día le arreé a Angelito más fuerte de la cuenta por una tontería. Nadie me echó la bronca que merecía. Angelito deja de llorar que estás todos el día igual, le dijeron. Al final tuve que consolarle yo mismo, en realidad era un verdugo de pacotilla. Mis padres habían agotado sus respectivas reservas de paciencia y los gritos se habían convertido en su lenguaje natural. Entre los dos iban embadurnando de gasolina las paredes de casa y solo faltaba la cerilla que desatara el incendio. Pasó mientras hacía una carrera de coches en la escalera con Angelito, que no se despegaba de mi lado llegara la injusticia que le llegara. Escuché el ruido inequívoco de un cristal al romperse y le dije a Angelito que ni se le ocurriera moverse o se anularía la carrera. Bajé corriendo al salón con Iron Man en una mano y el Bugatti en la otra. Mi madre sollozaba sentada en el sofá y se tapaba la cara con el paño azul que solía usar para quitar el polvo. La arena y el cristal se esparcían mezcladas por el suelo: había destrozado por accidente el viejo reloj de mi padre. Recuerdo de su añorada infancia, objeto de adoración e imposible de arreglar, claro. Papá entró alarmado al salón preguntando qué había sido ese ruido. Al ver el salchucho se encerró en su propia tragedia imaginaria y decidió que había llegado el momento de cruzar la última línea roja. Levantó el brazo y se fue directo a por mi madre, que no podía protegerse porque ni siquiera le estaba mirando. Pero fue mi cara quien absorbió la bofetada y todo el futuro envenenado que prometía aquel golpe. Ciego y sordo como estaba, mi padre no vio mis brazos al aire, ni los muñecos que agitaba con las manos para declararme culpable, ni tampoco escuchó el gritó que lancé mientras saltaba para interponerme en la trayectoria entre su mano y la cara de mamá.

- ¡Que lo he roto yo!