27 de marzo de 2014

Relatos 21: Te están llamando (2/2)


Volví al banco, me lié otro canuto y un cuarto de hora después se presentó Virginia con unas largas botas de cuero que le lamían la pierna hasta la rodilla. La plaza estaba bastante despejada y la vi llegar desde lejos. Saboreé al mismo tiempo las caladas y aquella forma de caminar decidida pero frágil. Las botas castigaban el empedrado del suelo, produciendo un sonido rítmico. Cloc, cloc, cloc. Y ella estaba cada vez más cerca de mi y yo cada vez más lejos de entender las cosas. Llegó hasta mi banco y, sin decir nada, se inclinó para darme dos besos. El segundo impactó en la comisura de mi labio izquierdo y un leve movimiento de mi cabeza habría bastado para provocar una sacudida, un fuerte terremoto. Preferí seguir la senda segura y dejar que el nuevo panorama se dibujara a si mismo.

  • Hola Virginia.
  • Vamos a tomar un café, me sentará bien –sugirió ella.

Me levanté del banco con las manos metidas en los bolsillo. Virginia se cogió a mi brazo derecho y nos dirigimos sin hablar hacia la única cafetería del lugar. Abrí la puerta y dejé entrar a Virginia. Mientras pasaba delante de mi eché un vistazo rápido a la plaza. Vi al gato en medio de aquella planicie de cemento. Tenía las patas muy firmes y ya no agachaba la cabeza. Me miró fijamente. Tiré al canuto al suelo, lo aplasté con el pie y entre a esa cafetería en la que todo podía acelerarse o languidecer, dependiendo de un montón de factores que yo no controlaba. Virginia ya esperaba sentada en una mesa.

  • Solo con hielo, ¿no? –le pregunté desde la barra.

Ella asintió con la cabeza mientras se quitaba la chaqueta. El camarero anotó el café y también la cerveza que yo pedí. Esperé en la barra a que me pusiera las consumiciones. En la mesa, Virginia machacaba las teclas de su móvil. Se volvió a meter el teléfono en el bolso cuando llevé el café y la cerveza a la mesa. Me senté, pegué a la birra un trago largo como una serpiente y estiré las piernas, esperando la precipitación de las cosas. Todo parecía importante en aquel momento, el aspecto de la cafetería, el sol filtrado por la ventana, la ropa que llevábamos. Virginia empezó apuntando al aire.

  • ¿Qué tal? –dijo.
  • Bien –contesté.

Luego me apuntó al pecho.

  • ¿De verdad? –insistió.
  • Claro.

Y entonces disparó.

  • Te lo ha contado Toño, ¿no?
  • Sí. Acabo de estar con él.

Levantó la cabeza en un respingo, arrebatada por la sorpresa.

  • ¿En serio?
  • Pues sí. Me lo ha contado hace un rato. Me ha dicho que lo habéis dejado de mutuo acuerdo y creo que no está muy seguro de la decisión.
  • ¿Eso te ha dicho? –preguntó con un ojo más abierto que el otro.
  • Sí.

Me eché para atrás y miré un momento a la barra. El camarero nos observaba mientras limpiaba vasos con una bayeta. No había nadie más en el bar. Le aguanté la mirada unos segundos hasta que cedió. Puso unas patatas fritas en un plato y me las ofreció alzando las cejas. El canuto me había dado hambre, así que acepte el ofrecimiento y me levanté a por el plato.

  • ¿A dónde vas ahora? –dijo al instante Virginia. Angustiada.
  • A ninguna parte, solo a por esas patatas –le informé señalando la barra.
  • Ah vale –dijo con apuro-. Perdona, estoy un poco descolocada.

Volví con las patatas y empecé a comerlas muy despacio, saboreando cada grano de sal. Entonces Virginia me cogió la mano e interiormente paladeé el tacto de aquellos dedos. Llenos de calor, a punto de explotar.

  • Manu, no ha sido de mutuo acuerdo. Lo he dejado yo –reveló
  • ¿Ah sí? –pregunté. Estaba sorprendido, pero creo que solo a medias.
  • Sí. No sé por qué te habrá dicho otra cosa. Supongo que para salvaguardar su estúpido orgullo macho. Pero le he dejado yo a él. Esto no podía continuar. Lo sé yo, lo sabe Toño. Y lo sabes tú.
  • ¿Yo? ¿Qué voy a saber yo? No estoy en vuestras cabeza –dije con el pedal de la vehemencia a medio gas-. No conozco vuestras intimidades. Solo Toño y tú sabéis de verdad cómo es vuestra relación, cuánto os queréis, hasta dónde llegaríais juntos. Yo solo soy amigo vuestro.
  • ¿También eres amigo mío? –dijo ella.

Y entonces pensé, pensé y pensé, todo lo que se puede pensar en un suspiro. Me machaqué la cabeza en tres segundos. Puedes pasar días, semanas, meses sin hacer nada importante, pero de repente el tiempo se comprime y todo se juega en décimas de segundo. No hay entrenamiento para algo así. Solo existes tú y aquello a lo que te enfrentas.

  • Tienes razón, Virginia, en realidad no eres mi amiga –contesté al fin-. Si no fuera por Toño no te habría conocido nunca. Él sí es mi amigo y desde hace muchos años. Para mi, tú solo eres su novia y ya ni siquiera eso. En realidad no sé qué hago aquí –dije de carrerilla, con las palabras inmersas en una ola de crueldad necesaria-. Así que me voy.

Y esa era mi intención cuando me levanté, pero Virginia impidió la huida. Ella también se levantó, elevada en aquellas largas botas de cuero. Me quedé muy quieto. Ella me cogió la cara y la acercó a sus labios. Me estampó el mejor beso que me han dado nunca, interrumpido por el sonido robótico de mi móvil. Me separé de Virginia.

  • Me están llamando –dije estúpidamente.
  • Ya lo veo –contestó ella a medio reír, no sé si de alegría, de tristeza o de vergüenza.

Cogí el móvil y salí a la calle. Ya había dejado de sonar y no me dio tiempo a coger, pero supuse acertadamente que enseguida volvería a hacerlo. Me dirigí al centro de la plaza buscando al gato con la mirada. Y luego seguí y seguí andando, alejándome cada vez más de aquella plaza a la que nunca he vuelto y de aquella chica a la que espero no volver a ver, hasta que mi amigo volvió a llamar.


  • Dime Toño –dije al descolgar.






19 de marzo de 2014

Relatos 20: Te están llamando (1/2)



  • Virginia y yo lo hemos dejado.

Soltó la bomba y pegó un trago largo como una serpiente a la litrona, de la que ya no bebí más por miedo a contagiarme de tristeza. Un niño jugaba a tenis con su abuelo a unos diez metros. En los parques los sentimientos quedan parcelados. Ellos reían, lo pasaban bien, pero en el banco que ocupábamos Toño y yo no había alegría. El sol novato de marzo luchaba por dar más calor y agradecíamos su esfuerzo. Encendí un pitillo de pie. Toño seguía con la cabeza agachada. Me senté junto a él, con la secreta esperanza de que el humo de mi cigarro lo barriera todo. El mundo entero.

  • Lo siento mucho –dije.

Toño movió la cabeza, primero en dirección al cielo y luego hacia mí. Me miró. Tenía ojos de pajarillo, pero en realidad parecía un camaleón mutando la piel. Vislumbraba un cambio en su horizonte, pero necesitaba cambiar algunas cosas para acercarse y verlo de cerca. Se notaba que algo rebullía en su interior, aunque no era fácil verlo reflejado en su cara.

  • Era lo mejor… -dijo.

Lo hizo sin dejar de mirarme. Me pedía una opinión, pero no se la iba a dar ni por todos los diamantes del mundo. Eran sus ojos, atravesados por el mismo alambre, los que me pedían una respuesta. Me espanté. Toño parecía más vulnerable que nunca y debía medir mis palabras, poderosas como dagas frente a un cuerpo desnudo. Podía atravesar a Toño. Podía atravesar a Virginia en su lugar. Podía lavarme las manos. Hiciera lo que hiciera, quedaría registrado en la mente de Toño, ya siempre tomaría mi actitud en aquel banco como un nuevo cimiento de nuestra relación. Decidí que ya bastaba de mirar para otro lado.

  • Sí, era lo mejor. Me alegro de que hayáis dado el paso.

La respuesta aturdió un poco a Toño, que no esperaba contundencia. Yo me sentí liberado, tanto tiempo callando empezaba a pasar factura. Toño se levantó, dio una patada inofensiva a una piedra y caminó unos pasos. Noté que me vibraba el móvil en el pantalón, pero no lo saqué del bolsillo.

  • ¿De verdad? ¿Te alegras?
  • Sí –contesté.
  • ¿Y desde cuándo lo pensabas exactamente?
  • ¿Y qué mas da eso ahora? –repliqué sin ganas.
Toño volvió al banco y se sentó a mi lado. El niño y su abuelo se cansaron del tenis y marcharon a otra parte, el viejo como un planeta y el crío como un satélite, dando vueltas de alegría a su alrededor. Me pregunté si yo podría provocar eso en alguna persona algún día. Empecé a liar un canuto. El viento dificultaba la tarea y tardé más de la cuenta. Toño acusó tanto tiempo para pensar.


  • Menuda mierda ¿no? –soltó, dejando el campo abierto para que yo replicara algo, lo que fuera. A esa observación se puede replicar casi con cualquier comentario. En aquel banco, en aquella situación, el silencio era poderoso: podía matar a Toño.
  • No encajabais.
  • ¿Cómo un puzzle?
  • Supongo –dije.
  • ¿Desde cuándo lo piensas?

No respondí. Era la segunda vez que lo preguntaba, nada accidental. Encendí el canuto espero que me rebelara algo, pero pasó lo de siempre, que solo sirvió para encenagarme la cabeza aún más. Entonces el móvil se puso a vibrar otra vez y me sobresalté. En el plomizo silencio que habíamos creado, la vibración del móvil se escuchó nítidamente.

  • Te están llamando –me advirtió Toño.
  • Ya lo sé. No voy a coger –repliqué.
  • ¿Y si es algo importante?
  • Nunca es importante.
  • ¿Quién te está llamando? –insistió.

Me levanté del banco sin contestar. El sol de marzo ya se había dado por vencido y un viento suave pero traicionero circulaba a ras de suelo enfriándome los pies. Me até la chaqueta hasta arriba y di al canuto una calada larga como una serpiente mientras me dejaba engullir por la ciudad. Dejé allí a Toño y ni siquiera me despedí. Cuando me sentí a salvo, saqué el móvil y vi las dos llamadas perdidas de Virginia, como dos botellas naufragando en el océano. Seguí caminando un buen trecho hasta llegar a una plaza. Me senté en un banco, preguntándome si Toño seguía paralizado en el parque. O si ya se habría ido a casa, con un montón de ideas rebotándole en la cabeza. Un gato parduzco surgió de los bajos de un coche y se acercó con sigilo a mi banco. Caminaba con la cabeza muy gacha, en posición de alerta. Decidí bajar yo también la cabeza porque en cualquier momento podía ocurrir un imprevisto y era mejor estar preparado. De repente mi móvil volvió a sonar y la estridencia de aquel sonido robótico espantó al gato. Dejé que diera unos tonos para observar cómo se alejaba el minino, siempre con la cabeza gacha. Miré la pantalla y era Virginia. Ahora estaba a salvo. Así que cogí.

  • Hola Virginia.
  • Hola Manu, ¿dónde estás? –preguntó.
  • No estoy seguro, en una plaza que no conozco. Me he puesto a andar sin rumbo y he acabado aquí –le informé.
  • Quiero verte. Entérate de dónde estás y voy para allí.

Me levanté del banco y caminé hacia una de las esquinas de la plaza para buscar una placa identificativa. Leí el nombre y se lo dije a Virginia.

  • Ok, no te muevas, no está muy lejos de mi casa. Nos vemos en diez minutos –dijo.