Nunca podré aprobar
Química con este cabrón de profesor que tengo. Sé que me la tiene jurada y yo
tampoco colaboro, me paso sus clases de charleta con mi compañero de pupitre
porque sé que le revienta. Cuando no me apetece ni hablar, me pierdo en
pensamientos (cualquier cosa con tal de no prestar atención) y durante la
última semana me
viene insistentemente a la cabeza el mendigo que me dio la maruja. Buceando en internet he encontrado
fotos de tatuajes similares al suyo y creo que es algún símbolo de la Legión.
Al menos eso es lo que ha dicho mi padre cuanto ha entrado en mi habitación y
me ha visto buscando fotos por Internet. ¿Por qué te interesa eso ahora? No me
digas que te va dar por hacerte militar, a tu madre le da un infarto. No papá,
es para un trabajo. Le he mentido, claro, y me temo que se ha dado cuenta,
siempre he sido muy malo para mentir, se me escapa media sonrisilla. He bajado
al salón en busca de los álbumes familiares de fotos. Me he ido a los primeros
que conserva mi madre, de los años sesenta, en los que mi padre es un apuesto
barbudo y mi madre una pacifista etérea de mirada irresistible. Había fotos
arrancadas, pero no he tenido arrestos para preguntarle a mi madre. Tampoco me
ha hecho falta,
creo que ya sé a quien han borrado de los álbumes. Mi padre sabe cuándo miento,
pero yo ya no soy un crío y también sé cuando se está callando algo. Estos días
he vuelto a la puerta de Cerezo varias veces y he recorrido Portales de arriba
abajo, me he acercado a Laurel y San Juan, nidos de borrachines consumados,
pero no he vuelto a verle. Aunque no le conozco del todo, no puedo esconder que
el intenso frío que agarrota estos días la ciudad me preocupa por él. Me
preocupo y también me hago preguntas. No sé dónde dormirá, qué hará con sus
días. Ni siquiera si seguirá en Logroño. Ni siquiera si seguirá vivo.
---------------------------------------------------------------------------------------------------------------------
Ahora comprendo por qué
he vuelto a Logroño. Han sido unos meses un poco raros y si no fuera por Ramón
no sé que hubiera sido de mí. Es placentero comprobar que algunos amigos nunca
abandonan tu horizonte. Ramón ha engrasado con emoción esta vuelta a casa con
la que espero cerrar el círculo. Estos últimos días he sentido que se acerca el
principio del fin cuando te he visto por la calle. Cargada de bolsas de la
compra, cruzabas el Espolón a toda mecha. Sigues teniendo esas maravillosas
piernas torneadas por el atletismo, robustas por arriba y estilizadas bajo los
rodillas hasta esos tobillos, finos como palos de escoba. Casi podía ver de
nuevo esas vallas que saltabas de joven, en aquellos intensos entrenamientos en
el Adarraga bañados por el sol, por la lluvia o por el granizo, nos daba igual.
Yo saltaba pértiga sabiendo que nunca llegaría nada, solo por el placer de
volar unos segundos impulsado por un latigazo, pero tú eras buena, quiero decir
buena de verdad, podrías haber llegado a los Juegos Olímpicos. Imagínatelo
Amelia, desfilando por el Estadio Olímpico de Barcelona bajo el estallido de
miles de flashes, compitiendo contra rivales de todo el planeta, llorando de emoción
con una medalla al cuello. Ese futuro ilusionante hace tiempo que se convirtió
en pasado marchito, pero ahora que he vuelto a casa veo los viejos proyectos
penetrando en la atmósfera como violentos meteoritos en llamas. Podrías haber
masticado la gloria, Amelia, y sé que nada te hubiera hecho más feliz, pero
Joaquín nunca soltó lo suficiente la correa invisible con la que maniataba tus
sueños. Aún puedo verle sentado en la pequeña grada del Adarraga, mascullando
entre dientes cada vez que me ayudabas a levantarme de la colchoneta. Estoy
seguro de que sigue odiándome con la misma intensidad. No sé si tendré fuerzas
para comprobarlo