19 de marzo de 2014

Relatos 20: Te están llamando (1/2)



  • Virginia y yo lo hemos dejado.

Soltó la bomba y pegó un trago largo como una serpiente a la litrona, de la que ya no bebí más por miedo a contagiarme de tristeza. Un niño jugaba a tenis con su abuelo a unos diez metros. En los parques los sentimientos quedan parcelados. Ellos reían, lo pasaban bien, pero en el banco que ocupábamos Toño y yo no había alegría. El sol novato de marzo luchaba por dar más calor y agradecíamos su esfuerzo. Encendí un pitillo de pie. Toño seguía con la cabeza agachada. Me senté junto a él, con la secreta esperanza de que el humo de mi cigarro lo barriera todo. El mundo entero.

  • Lo siento mucho –dije.

Toño movió la cabeza, primero en dirección al cielo y luego hacia mí. Me miró. Tenía ojos de pajarillo, pero en realidad parecía un camaleón mutando la piel. Vislumbraba un cambio en su horizonte, pero necesitaba cambiar algunas cosas para acercarse y verlo de cerca. Se notaba que algo rebullía en su interior, aunque no era fácil verlo reflejado en su cara.

  • Era lo mejor… -dijo.

Lo hizo sin dejar de mirarme. Me pedía una opinión, pero no se la iba a dar ni por todos los diamantes del mundo. Eran sus ojos, atravesados por el mismo alambre, los que me pedían una respuesta. Me espanté. Toño parecía más vulnerable que nunca y debía medir mis palabras, poderosas como dagas frente a un cuerpo desnudo. Podía atravesar a Toño. Podía atravesar a Virginia en su lugar. Podía lavarme las manos. Hiciera lo que hiciera, quedaría registrado en la mente de Toño, ya siempre tomaría mi actitud en aquel banco como un nuevo cimiento de nuestra relación. Decidí que ya bastaba de mirar para otro lado.

  • Sí, era lo mejor. Me alegro de que hayáis dado el paso.

La respuesta aturdió un poco a Toño, que no esperaba contundencia. Yo me sentí liberado, tanto tiempo callando empezaba a pasar factura. Toño se levantó, dio una patada inofensiva a una piedra y caminó unos pasos. Noté que me vibraba el móvil en el pantalón, pero no lo saqué del bolsillo.

  • ¿De verdad? ¿Te alegras?
  • Sí –contesté.
  • ¿Y desde cuándo lo pensabas exactamente?
  • ¿Y qué mas da eso ahora? –repliqué sin ganas.
Toño volvió al banco y se sentó a mi lado. El niño y su abuelo se cansaron del tenis y marcharon a otra parte, el viejo como un planeta y el crío como un satélite, dando vueltas de alegría a su alrededor. Me pregunté si yo podría provocar eso en alguna persona algún día. Empecé a liar un canuto. El viento dificultaba la tarea y tardé más de la cuenta. Toño acusó tanto tiempo para pensar.


  • Menuda mierda ¿no? –soltó, dejando el campo abierto para que yo replicara algo, lo que fuera. A esa observación se puede replicar casi con cualquier comentario. En aquel banco, en aquella situación, el silencio era poderoso: podía matar a Toño.
  • No encajabais.
  • ¿Cómo un puzzle?
  • Supongo –dije.
  • ¿Desde cuándo lo piensas?

No respondí. Era la segunda vez que lo preguntaba, nada accidental. Encendí el canuto espero que me rebelara algo, pero pasó lo de siempre, que solo sirvió para encenagarme la cabeza aún más. Entonces el móvil se puso a vibrar otra vez y me sobresalté. En el plomizo silencio que habíamos creado, la vibración del móvil se escuchó nítidamente.

  • Te están llamando –me advirtió Toño.
  • Ya lo sé. No voy a coger –repliqué.
  • ¿Y si es algo importante?
  • Nunca es importante.
  • ¿Quién te está llamando? –insistió.

Me levanté del banco sin contestar. El sol de marzo ya se había dado por vencido y un viento suave pero traicionero circulaba a ras de suelo enfriándome los pies. Me até la chaqueta hasta arriba y di al canuto una calada larga como una serpiente mientras me dejaba engullir por la ciudad. Dejé allí a Toño y ni siquiera me despedí. Cuando me sentí a salvo, saqué el móvil y vi las dos llamadas perdidas de Virginia, como dos botellas naufragando en el océano. Seguí caminando un buen trecho hasta llegar a una plaza. Me senté en un banco, preguntándome si Toño seguía paralizado en el parque. O si ya se habría ido a casa, con un montón de ideas rebotándole en la cabeza. Un gato parduzco surgió de los bajos de un coche y se acercó con sigilo a mi banco. Caminaba con la cabeza muy gacha, en posición de alerta. Decidí bajar yo también la cabeza porque en cualquier momento podía ocurrir un imprevisto y era mejor estar preparado. De repente mi móvil volvió a sonar y la estridencia de aquel sonido robótico espantó al gato. Dejé que diera unos tonos para observar cómo se alejaba el minino, siempre con la cabeza gacha. Miré la pantalla y era Virginia. Ahora estaba a salvo. Así que cogí.

  • Hola Virginia.
  • Hola Manu, ¿dónde estás? –preguntó.
  • No estoy seguro, en una plaza que no conozco. Me he puesto a andar sin rumbo y he acabado aquí –le informé.
  • Quiero verte. Entérate de dónde estás y voy para allí.

Me levanté del banco y caminé hacia una de las esquinas de la plaza para buscar una placa identificativa. Leí el nombre y se lo dije a Virginia.

  • Ok, no te muevas, no está muy lejos de mi casa. Nos vemos en diez minutos –dijo.

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