31 de enero de 2011

Relatos 3: Pajaritas





Oscilaba la barrera de los cuarenta años. Podías situarlo a un lado u otro de esta frontera de edad dependiendo de las gafas. Si se las ponía, parecía más viejo, pero no en un sentido negativo. Aquellos cristales abrazados por plástico negro encajaban bien con las palabras que salían de su boca. Me repitió la pregunta:
-¿Por qué quiere comprar una pajarita?
Se había quitado las gafas para preguntar. Le acercaba más a la complicidad, creo que él lo sabía bien.
-¿Tiene que haber un motivo? –le contesté.
Bajó la mirada y se dejó tragar por su enorme silla negra de oficina. Una vez acomodado, se giró noventa grados a la izquierda. Tenía una mesa de madera en forma de ele. Cogió la regla, el lápiz y una cartulina para reanudar la tarea que cumplía antes de mi irrupción en la tienda. Se puso a las gafas. Volvía a cargarse de años.
-Eche una ojeada a las pajaritas que hay expuestas en la pared –me invitó.
Me aparté de la mesa y seguí su consejo. Por el rabillo del ojo vi aquellos dedos de pianista rehaciendo el absurdo. En la pared colgaban más de cien pajaritas. Ninguna era más grande que la palma de una mano. Estaban hechas con cartulina normal, de la que se vende a los niños en las papelerías. Una decena de los colores de siempre. Nada de beis, azul marino, blanco roto... Nada de intoxicaciones. Eran rojas, azules, verdes, amarillas… Puras. En la tonalidad exacta que imaginarías si te dijeran que pensaras en un color. ¿Pensamos todos en la mismas tonalidades? Sí, aquellas cartulinas escolares eran las mismas para todos los niños de todos los colegios. Habían grabado a fuego nuestro imaginario colectivo de colores. De repente, aquellas pajaritas me hicieron sentir protegido. Algo familiar me rodeaba.
-¿Busco protección? –pregunté al artesano pajaritero.
-¿Cómo dice? –contestó, dejando su labor por un momento.
-Que si busco protección.
-Usted sabrá –dijo con las gafas puestas. Años y aire sabio–. Usted viene de discutir con alguien, ¿verdad?
Me lo preguntó mientras yo acariciaba una pequeña pajarita roja. El tacto era más áspero de lo que había imaginado.
-Sí, lo ha adivinado –concedí.
Así que era cierto. Aquel tío bajito y hacendoso adivinaba cosas. Al final el chiflao de Manu iba a tener razón.
-¿Cómo lo ha sabido? –pregunté.
-Tiene cara de enfadado.
-Pero podría tener cara de enfadado por mil cosas que no fueran una discusión.
-Sí, claro que sí.
Y volvió a su absurdo. Recorrí toda la tienda con la mirada. Era muy pequeña: la puerta, el escaparate, dos paredes llenas de pajaritas y la mesa en forma de ele delante de otra puerta. El País de la Maravillas parecía esconderse detrás de esa puerta. A pesar del enfado que me cargaba, era capaz de imaginar cosas divertidas. Aquellas pajaritas moldeaban el ambiente. La vista me burbujeaba.
-¿Por qué abrió una tienda de pajaritas?
Se hundió un poco en la silla de oficinas y puso la mano derecha en la sien. Pensaba que iba a quitarse las gafas, pero hizo lo contrario, se las reajusto a la nariz.
-La ley del mercado, oferta y demanda. Pensaba que la gente las compraría y por el momento no me ha ido mal.
Curiosa contestación.
-¿Y cuánto valen? –seguí.
-Cinco euros cada una.
-¿Valen todas lo mismo? ¿Da igual el tamaño?
-Sí, da igual. Cinco euros cada una –repitió.




Me pareció muy caro. Cada pieza de cartulina valía un euro y calculé que haría unas tres por pieza. Le costaban 33 céntimos y las vendía por quince veces más. La ley del mercado no pintaba nada. Era aquella sensación de electricidad estática que te envolvía nada más entrar en la tienda, aquellos minutos hipnóticos que podía pasar eligiendo una pajarita mientras se te refrescaban los sentidos.  No se me ocurría otra explicación ni pensé en los que les pasaría a otras personas frente a aquellas paredes llenas de colores. Pero qué importaba. Cinco euros no van a ningún lado, joder.
-¿Por qué ha entrado en la tienda? –preguntó entonces.
-Un amigo me dijo que usted adivinaba cosas.
-¿Eso le dijo? –contestó con aire socarrón mientras se quitaba las gafas –. Ya sabe, la gente se cree lo que sea.
Manu era un tío listo. No se creía cualquier cosa. Y yo menos. El vendedor siguió a lo suyo.
-¿Con quién ha discutido? –Me preguntó.
-Adivínelo.
-Creo que con su novia.
Le hice entender su victoria con una leve sonrisa. Irene me había puesto la cabeza como un bombo y esta vez yo no me había callado. No era cierto. Sí que le hacía caso en las decisiones importantes. Confiaba en ella, pero ambos arrojábamos mierda al pozo. Ella por no creerme, yo por no hacerme creer. La fractura amenazaba con extenderse como una grieta. Había salido a la calle rabioso y de repente estaba dentro de la tienda de pajaritas. Estaba en la misma manzana que mi casa, pero nunca había entrado. No veía motivo. Me parecía una extravagancia, hasta que, una semana antes de discutir con Ire, Manu me dijo que el pajaritero era adivino. Me lo dijo de fumada y lo dejé estar como una parida más. Solo de pensar que Manu había entrado en la tienda me daba la risa floja. Y ahora era yo el que estaba allí, rodeado de pajaritas y sin escapatoria.
-¿Qué hago aquí? –pregunté algo angustiado.
-Usted ha entrado en una tienda en la que se venden pajaritas. Puede hacer dos cosas: comprar una o marcharse. No sabe por qué ha venido y usted sabe que cuestan cinco euros. Viene de discutir con su novia. Por mi parte es todo lo que sé.
-¿Cómo elegiré una? –dije.
-Yo las conozco bien, las he fabricado todas con mis manos. Si no se ve preparado, deje que yo elija una y pásese otro día a recogerla. Un día que esté más sosegado –contestó. Las gafas estaban encima de la regla en una postura extraña. Parecían derrotadas. El vendedor era más joven que nunca. Quizá por debajo de la treintena.
-De acuerdo –saqué un billete de cinco euros, lo dejé caer en la mesa y se posó en uno de los cristales de las gafas. Lo retiré rápidamente y se lo puse en la mano al pajaritero–. Un día de estos paso a recogerla.
Abandoné la tienda despacio. Los meses pasan y nunca me he decidido a entrar. A veces paso por delante y echo una mirada fugaz. Creo que el vendedor nunca me ha visto. Siempre está haciendo pajaritas con las gafas puestas.

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