16 de mayo de 2011

Relatos 9: Padre, bulto, lluvia y familia.

Abonados los 230 euros sale a la calle, donde un aguacero amenaza con sepultar la ciudad bajo toneladas de agua. Adopta una extraña postura de insecto encogido para poder correr con ese aparatoso y colorido paquete debajo del brazo izquierdo. Da igual, miles de gotas de agua se lanzan como pequeños kamikazes impactando en su cara, sus rodillas, el paquete. Al menos el bulto lleva bolsa, pero padre se tiene que mojar por cojones. A la altura de un semáforo, la realidad y la cinematografía se funden arrojando contra padre el resultado de sus maquinaciones: ese coche que pasa a toda leche y ese golpe de agua en el pantalón, ahora mojado, ahora chorreante. Padre se cala el sombrero hasta las cejas y una maldición se le escurre, a pocos decibelios, furtiva entre los dientes. Con lo gris que es todo, la lluvia, las prisas, el pantalón (también gris) mojado y ese paquete lleno de colores. Se diría que quieren ser más coloridos a mala intención. Dejado atrás el Corte Inglés, como un Godzilla con los pies envueltos en cemento, la calle se empina y los gemelos, todavía mojados, a trabajar. Padre opta por coger ahora el bulto con ambas manos, apoyándolo con dificultad en la tripa. A los cinco pasos se da cuenta de la mala postura. Pierde verticalidad y no se cae por poco. Tiene que parar a rascarse la cabeza, a ver si se activa alguna neurona, alguna voluntaria que aporte una solución al salchucho. 

Quedan unos doscientos metros de cuesta empinada hasta llegar a casa y hay que llevar ese maldito bulto de 230 euros. Debajo de un porche, abrigado de la cortina de agua que definitivamente oscurece el mundo entero. Una idea llega por la espalda, se sube a los hombros de padre y se introduce por la oreja hasta llegar al cerebro. Padre coge el paquete con los dos brazos por encima de la cabeza, más fácil de llevar, menos lluvia que aguantar. El bulto-paraguas. Avanza entre miradas sorprendidas, es que parece una mujer africana llevando una barreño de agua. La solución es válida durante cincuenta metros, momento exacto en el que estornuda y un gélido hilillo de sucia agua de lluvia proveniente del `paquete se cuela en el  hueco entre la camisa y el cuello de padre.  Efecto del escalofrío, un brazo corre resortado a tapar el cuello produciendo un tremendo desequilibrio en el bulto, que resbala y choca contra el suelo estrepitosamente. La anciana a la que el paquete no ha atropellado por centímetros se recupera del susto y arremete, paraguas en mano, contra padre, que acepta el castigo mojado, dolorido, frió e inmóvil. 

Espero que hayas guardado el ticket

Cuando arrecia el temporal (de paraguazos, que no de lluvia) reemprende la marcha, todo se está complicando demasiado, padre. Se remanga la camisa decidido a mostrar su determinación. Pero la fuerza de su impulso hace que el botón de la manga, metálico, raye la superficie del reloj que lleva en la muñeca. Padre alza la vista al cielo para buscar la mirada de algún dios al que retar, pero no encuentra ninguna. Cuando baja los ojos para valorar la gravedad del rayón se da cuenta de los que gritan las manecillas: es muy tarde, padre.  Acelerado por la prisa vuelve a coger el bulto con un brazo, es un esfuerzo considerable,  y empieza a caminar veloz con el termómetro corporal subiendo y subiendo. La furia de su paso causa más de un trasquilón con otros viandantes que reprochan a padre sus prisas. A estas alturas de la película, ni se vuelve a contestar, ni mira al cielo (dioses), ni a su muñeca (reloj), solo al suelo, solo la siguiente baldosa, porque siente que le va la vida en cada uno de esos pequeños cuadraditos de piedra que salpican la acera. A falta de cincuenta metros para el portal, ¡solo cincuenta metritos!, el brazo derecho se rinde, calambres, y debe hacer una última parada en el camino, mal momento porque el cielo se está desplomando en agua ya. Este último descanso coincide con el primer estornudo, violento, anticipo de una decena de futuros frenadoles. En el último tramo hasta llegar a casa adopta tres posturas diferentes, todas estupendas para enrolarse como funambulista en un circo. Y, al fin, el portal de casa, inundado de luz, la puerta al paraíso para padre. Deja el bulto, se escurre la lluvia como un chucho y busca las llaves entre los siete bolsillos de su chaqueta. Aquí no, aquí tampoco, llamada al timbre y voz femenina:
-       ¿Sí?
-       Cariño, soy yo, abre por favor.
-       Joder, vaya horitas ¿no?
-       Mi amor, abre que vengo empapado.
-       Sí, hala, tú como si nada. Y la cena medio fría. Sube anda…
El portal de casa tiene cuatro escaleras, pocas, pero un mundo a estas alturas. Padre coge el paquete con ambas manos y escala los peldaños de espaldas para ganarle terreno a la gravedad.  Acabada la cómica maniobra se da la vuelta y choca de bruces con el pequeño contenedor que el portero sitúa en un lugar del rellano en función de un azar que solo él conoce. Se monta en el ascensor pero no puede dejar el bulto en el suelo porque es un habitáculo pequeño, tú o yo pequeño, no hay sitio para dos en este ascensor. Cierra la puerta pero el brazo no le da para llegar a pulsar el ‘11’.  Lo consigue después de clavarse el bulto en la nuez. Sube once pisos medio asfixiado y , cuando la puerta se abre, el paquete sale despedido por la presión. Logra cogerlo en el aire pero con el esfuerzo cae y se queda de rodillas, con el paquete agarrado con un brazo y las piernas todavía dentro del ascensor, momento en el que madre abre la puerta de casa.
-       Pero, ¿se puede saber que hace? ¿Ganando papeletas para ir al circo? De payaso, digo.
-       Cariño, no es momento, ayúdame.
Madre coge a padre, al bulto, y la poca dignidad sobrante y mete como puede al trío en casa. El bulto queda en el salón y padre y madre se van a la cocina a comer unas croquetas que ya están frías del todo. Se mete media en la boca pero los mocos, raudos a la llamada de los estornudos, ya no permiten saborear a padre la comida. Interiormente, lamenta la pérdida del gusto y el olfato. Exteriormente, aguanta como puede  el chorreo de madre:
-       Es que a veces no sé donde tienes la cabeza. Llegas tarde a cenar, empapado, mírate ¿no puedes usas un paraguas como todo el mundo? Y te encuentro ahí, en el ascensor, medio tirado como un pordiosero. Yo aquí mientras tanto haciendo la cena, ahora tendré que recoger todo y encima ponerte a secar la ropa y, claro, plancharla mañana y…

Padre, derrotado y cabreado, una bomba con piernas. Solo falta el toque justo en la espoleta. Desde el salón llega ruido de papel rasgado y la voz iracunda de hijo:
¡JODER PAPÁ, TE DIJE LA PLAYSTATION!


 

 

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