25 de enero de 2012

Relato 10: Cerrad la puta boca, por Dios...

 
 Los cánticos del coro se le clavaban en la cabeza como una corona de espinas. Aprovechó que todos los fieles entonaban “Alabaré a mi Señor” para sentarse detrás del altar y ocultarse durante unos segundos. Notaba las miradas acusatorias del monaguillo. Le hubiera encantando agarrar de la pechera al niñato y decirle “yo soy el que acusa aquí, no me mires así joder, no me mires así”. Pero la iglesia estaba llena de feligreses como todos los domingos a las doce de la mañana: no era buen momento para descargar su ira sobre el chavalín. A pesar de la resaca, el cura pudo pensar un rato en su monaguillo, en los diez años de fe inquebrantable que le habían procurado sus padres, una pareja de beatos que preferían no follar antes que forrarse el pito de plástico. “Padre Mateo, cómo me alegro de verle así de bien”, le había dicho el padre del niño antes de la misa, con una dosis de retranca barnizada en sus palabras. Un mundo inabordable de acusaciones y perdones llevado al éxtasis cada domingo. Sobre todo si el cura había dormido tres horas con una botella de Brugal nadando libremente por su torrente sanguíneo.

“ALAAAABARÉ A MI SEÑOR, ALAAAABARÉ A MI SEÑOR, ALAAAAAAABARÉ A MI SEÑOOOOOR ”.

Mateo acompañó el grito final del cántico. Mientras se levantaba de la silla, su mente acudió a una de esas viejas manías que pueden convertir el día a día en un infierno. Mateo no podía evitar concebirlo todo en porcentajes. Había sido un brillante estudiante de Matemáticas en su infancia y todavía conservaba algunas reliquias. “Ya han pasado cinco minutos, el doce por ciento de la misa”, se dijo a modo de consuelo mientras un potente rayo de sol partía en dos su cuerpo. Los grandes ventanales de la Iglesia de San Pablo daban al lugar un agradable aspecto natural que, en medio de un día tan soleado como aquel, permitían no encender ninguna luz artificial. Era una iglesia pequeña, modesta, con diez largas bancadas en las que no cabían más de doscientas personas. Siempre estaba llena en misa de domingo, el día en el que una amalgama de fe rancia y recalentada empapaba el ambiente. Detrás del altar, a espaldas de Mateo, un Jesucristo de tamaño natural tallado en madera de pino presidía la iglesia, ligeramente desnucado hacia su izquierda por los siglos de los siglos. En un costado y dos peldaños de escalera por debajo se encontraba el coro, formado por una docena de chavales a las puertas de la adolescencia que obedecían compulsivamente a la guitarra de Carlitos, el mayor de todos ellos. Mateo solía quedar con ellos todos los viernes para ajustar el programa de las misas, pero las últimas semanas los chavales se estaban apañando sin la ayuda del cura. “Se gestionan bien”, pensó Mateo mientras alzaba las manos al cielo en el altar. Estaba en el punto más alto de la desidia dominical, pero había dos centenares de personas sedientas esperando su traguito de esperanza. Mateo tenía 32 años. Al otro lado del altar, la media de edad se doblaba. 

“Queridos hermanos….”, comenzó sin aspavientos, dando rienda suelta a una oración precocinada sin espacio a la improvisación. Notaba la resaca nublando la misa: no era momento para virguerías. En medio de su discurso cruzó varias veces la mirada con el padre del monaguillo. Vestía un jersey teja de pico y unos pantalones beige de pinza. El peinado a raya le dibujaba un perfil plano como el horizonte del mar. Sus ojos lanzaban destellos de acusación que Mateo esquivaba con elegancia. Era un ritual secreto entre ambos que practicaban casi todos los domingos desde hacía un par de años. Algunos domingos, el cura se refocilaba con el jueguito pero esta vez el martillo de la resaca bataneaba demasiado fuerte, haciendo que sus sienes temblaran a ritmo de latido.  Pero dominaba el arte del sermoneo y no le hacía falta pensar, como le pasa a un conductor experto cuando surca una autopista. Solo era cuestión de llegar al cien por cien de la misa. Miró el reloj de pared en cuanto acabó su parlamento: “Veintisiete por ciento y subiendo”.

“AAAMAOS, COMO YO OS HE AMADOOO, CON EL CORAZÓN ABIERTO, CONSTRUYENDO ENTRE TODOS LA FAMILIA DE MARÍÍÍÍÍÍÍA”.

Algunas resacas son peores que la muerte.

Los cánticos seguían atravesando sus meninges como dardos envenenados. Mateo había olvidado tomarse un paracetamol antes de acostarse y el que se había enchufado con el desayuno todavía no había hecho efecto. ¡Qué lejos quedaba la orilla! Por lo menos a un setenta por ciento de distancia. La lectura de una carta de la carta de San Pablo a los corintios 13, 1-13 se traducía en una pequeña victoria para el cura, en una tregua del cinco por ciento. Una veterana beata caminó con parsimonia hacia el micrófono, instalado junto al coro. Sus lentos movimientos parecían programados para revestir la ceremonia de un halo celestial de la que carecía. Es imposible convertir en especial algo que se repite cada siete días. Se cogió la falda con recato para no tropezar, ajustó sus enormes gafas de carey y abrió el libro que ella misma había preparado antes de la misa. Antes de hablar, dirigió una tierna mirada a Mateo, que agradeció la falta de reproche en aquellos ojos gastados. “Es como una niña”, pensó el cura, preguntándose si era envidia lo que sentía en ese momento. La voz aguda de la anciana hipnotizó al respetable:

Cuando llegue lo que es perfecto, cesará lo que es imperfecto. Mientras yo era niño, hablaba como un niño, sentía como un niño, razonaba como un niño, pero cuando me hice hombre, dejé a un lado las cosas de niño. Ahora vemos como en un espejo, confusamente; después veremos cara a cara. Ahora conozco todo imperfectamente; después conoceré como Dios me conoce a mí. En una palabra, ahora existen tres cosas: la fe, la esperanza y el amor, pero la más grande todas es el amor.

La beata pronunció el discurso lentamente, paladeando cada palabra, cada segundo de su breve intervalo de gloria semanal. Doscientas caras sonrieron al unísono bañadas por la luz de los ventanales, hasta que el ruido del portalón que daba acceso a la iglesia quebró el momento. Un fiel que se había retrasado pidió perdón con los ojos y se quedó de pie tras la última bancada, como un niño castigado por el profe, pero con el pan y el periódico debajo del brazo. El cura esbozó un reproche visual, pero no pudo redondear su gesto porque otra punzada de resaca le hizo cerrar los ojos con fuerza. “Treinta y cinco por ciento”, se dijo mientras la guitarra de Carlitos arrancaba con la violencia de una motosierra.

“SEÑOR TEN PIEDAAAAD, SEÑOR TEN PIEDAAAAD DE NOSOTROS
CRISTO JESÚS TEN PIEDAAAAD DE NOSOTROOOOS
TEN PIEDAD DE NOSOTROOOOOOS”.

Sin tiempo para el reposo, la beata lectora, que había contemplado embobada la enésima actuación del coro, acometió la segunda lectura. Dominaba los tiempos de la misa como un presentador de televisión domina la escaleta de su ‘late night’. Con un breve carraspeo volvió a demandar la atención de su audiencia.

Había un juez en una ciudad, que ni temía a Dios ni respetaba a los hombres. Había en aquella ciudad una viuda que, acudiendo a él, le dijo: "¡Hazme justicia contra mi adversario!”. Durante mucho tiempo no quiso, pero después se dijo a sí mismo: "Aunque no temo a Dios ni respeto a los hombres, como esta viuda me causa molestias, le voy a hacer justicia para que no venga continuamente a importunarme…”.

En medio de su particular tormento, Mateo rió con disimulo. Un oasis muy necesario: pensó que el pedacito de San Lucas-18 no podía estar mejor elegido. Mientras la beata seguía con su parlamento, el cura pensó en las doscientas personas congregadas en la iglesia y concluyó que al menos un veinte por ciento del auditorio estaba formado por viudas. Siempre la había parecido llamativo que un joven como él impartiera lecciones de vida a señoras que podían ser su abuela. Sin embargo, últimamente no le parecía llamativo. Le parecía absurdo. Muy absurdo. Unas gotas de tristeza se diluyeron en su resaca, generando una mezcla corrosiva de sentimientos justo cuando debía subir al altar para encarar su momento estelar de la misa: lectura de evangelio y homilía. Notó todas las miradas resbalando por su cuerpo, fundidas con la resaca, abrazadas a un dolor que, supuso, duraría para siempre.

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