28 de septiembre de 2012

Relatos 17: No soy nadie para nadie (I)

(Historia dividida en cuatro estaciones)

PRIMERA ESTACIÓN: OTOÑO 

Me está costando mucho recuperar la rutina del Instituto. Este verano ha sido una locura continua, un bucle de diversión, y volver a las ecuaciones y los logaritmos neperianos es una tortura. Después del recreo teníamos dos horas de Química, así que me he ido a dar un paseo para despejar la cabeza antes del coñazo que me esperaba con los matraces. He cruzado la Glorieta y he bajado la cuesta de Portales mientras abría el bocadillo de jamón preparado por mi madre. Me he parado un momento, justo al inicio de los soportales, para ojear el escaparate de la librería Cerezo. En el portal que pega con la tienda he visto a un mendigo sentado con la mirada perdida. Me he quedado un poco embobado mirándole y se ha dado cuenta. Me ha lanzado una mirada muy penetrante pero limpia, curiosa, nada reprobatoria. He visto hambre en sus ojos y yo tenía un bocata enorme entre manos, era obsceno no hacer algo. Sin decir palabra, he alargado el brazo ofreciéndole el bocadillo. Su reacción ha sido un alivio porque igual pensaba que me estaba riendo de él o algo así y nada más lejos de la realidad, ha sido un acto instintivo de compasión. Lo ha cogido de buena gana, lo ha partido por la mitad con las manos y nos hemos repartido la comida. Al alargar el brazo se le ha quedado la manga del jersey en el codo y he visto el enorme tatuaje que tenía en el antebrazo. La reacción del mendigo me ha sorprendido muchísimo. Se ha sacado una bolsita de plástico de la riñonera que llevaba al hombro y me la ha puesto entre los dedos. Yo he cerrado la mano sin mirar lo que era. Nos hemos despedido con una sonrisa mutua, otra vez sin palabras de por medio, y cuando he subido a clase, aburrido por el peñazo del profesor de Química, he abierto la bolsita. Era marihuana. Estaba riquísima.

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 Solo llevo unos días en Logroño, pero siento el pinchazo de la nostalgia en cada paso que doy, en cada calle que recorro, en cada vino que me bebo. La ciudad parece diferente, pero es normal después de tantos años. Lo que no ha cambiado es la tranquilidad que transmite, pero para mí no es suficiente. Los recuerdos asociados me están pesando demasiado y no sé cuánto tiempo aguantaré por aquí. En realidad no sé ni por qué he venido. Al cruzar el Puente de Hierro he parado un momento para contemplar el Ebro y me ha parecido ver a cientos de fantasmas dejándose llevar por la corriente. Alguno me ha mirado, incitándome a saltar y sumarme a su silencioso transitar camino del Mediterráneo. Supongo que yo soy otro fantasma y que debería asumir mi rol en lo poco que me queda de vida. El pasado me aplasta cada vez más y a veces me cuesta respirar. Y los médicos ya han dejado claro que no me queda mucho futuro. Pero una especie de magnetismo vital me ha devuelto a las raíces. No sé qué busco, pero tengo que encontrarlo. La calle Sagasta está tan jodida como siempre, con su cuesta arriba flanqueada por ventanas rotas y miradas largas. En el cruce con Portales, una frontera invisible entre las vísceras de la ciudad, la vida restalla de golpe. Tuerzo hacia la izquierda, saludo a la Concatedral de la Redonda y me siento a descansar en un portal al lado de la cafetería Oslo. Un adolescente se me queda mirando, pero no me importa, hace mucho que las miradas se deslizan por mi cuerpo sin atravesarlo, estoy protegido por una película fina y resistente como la tela de araña. Me ofrece un bocata, parece sincero. Tengo hambre y le cojo un trozo. Tiene cara de pillo y no rechaza lo que le pongo en la mano. Este bocata de jamón sabe a gloria. De algún modo me recuerda a la infancia.  

 

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