(Historia dividida en cuatro estaciones)
PRIMERA ESTACIÓN: OTOÑO
PRIMERA ESTACIÓN: OTOÑO
Me está costando mucho
recuperar la rutina del Instituto. Este verano ha sido una locura continua, un
bucle de diversión, y volver a las ecuaciones y los logaritmos neperianos es
una tortura. Después del recreo teníamos dos horas de Química, así que me he
ido a dar un paseo para despejar la cabeza antes del coñazo que me esperaba con
los matraces. He cruzado la Glorieta y he bajado la cuesta de Portales mientras
abría el bocadillo de jamón preparado por mi madre. Me he parado un momento,
justo al inicio de los soportales, para ojear el escaparate de la librería
Cerezo. En el portal que pega con la tienda he visto a un mendigo sentado con
la mirada perdida. Me he quedado un poco embobado mirándole y se ha dado
cuenta. Me ha lanzado una mirada muy penetrante pero limpia, curiosa, nada
reprobatoria. He visto hambre en sus ojos y yo tenía un bocata enorme entre
manos, era obsceno no hacer algo. Sin decir palabra, he alargado el brazo
ofreciéndole el bocadillo. Su reacción ha sido un alivio porque igual pensaba
que me estaba riendo de él o algo así y nada más lejos de la realidad, ha sido
un acto instintivo de compasión. Lo ha cogido de buena gana, lo ha partido por
la mitad con las manos y nos hemos repartido la comida. Al alargar el brazo se
le ha quedado la manga del jersey en el codo y he visto el enorme tatuaje que
tenía en el antebrazo. La reacción del mendigo me ha sorprendido muchísimo. Se
ha sacado una bolsita de plástico de la riñonera que llevaba al hombro y me la ha
puesto entre los dedos. Yo he cerrado la mano sin mirar lo que era. Nos hemos
despedido con una sonrisa mutua, otra vez sin palabras de por medio, y cuando
he subido a clase, aburrido por el peñazo del profesor de Química, he abierto
la bolsita. Era marihuana. Estaba riquísima.
------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------
Solo llevo unos días en
Logroño, pero siento el pinchazo de la nostalgia en cada paso que doy, en cada
calle que recorro, en cada vino que me bebo. La ciudad parece diferente, pero
es normal después de tantos años. Lo que no ha cambiado es la tranquilidad que
transmite, pero para mí no es suficiente. Los recuerdos asociados me están
pesando demasiado y no sé cuánto tiempo aguantaré por aquí. En realidad no sé
ni por qué he venido. Al cruzar el Puente de Hierro he parado un momento para
contemplar el Ebro y me ha parecido ver a cientos de fantasmas dejándose llevar
por la corriente. Alguno me ha mirado, incitándome a saltar y sumarme a su
silencioso transitar camino del Mediterráneo. Supongo que yo soy otro fantasma
y que debería asumir mi rol en lo poco que me queda de vida. El pasado me
aplasta cada vez más y a veces me cuesta respirar. Y los médicos ya han dejado claro que no me queda
mucho futuro. Pero una especie de magnetismo vital me ha devuelto a las raíces.
No sé qué busco, pero tengo que encontrarlo. La calle Sagasta está tan jodida
como siempre, con su cuesta arriba flanqueada por ventanas rotas y miradas
largas. En el cruce con Portales, una frontera invisible entre las vísceras de
la ciudad, la vida restalla de golpe. Tuerzo hacia la izquierda, saludo a la
Concatedral de la Redonda y me siento a descansar en un portal al lado de la cafetería
Oslo. Un adolescente se me queda mirando, pero no me importa, hace mucho que
las miradas se deslizan por mi cuerpo sin atravesarlo, estoy protegido por una
película fina y resistente como la tela de araña. Me ofrece un bocata, parece
sincero. Tengo hambre y le cojo un trozo. Tiene cara de pillo y no rechaza lo
que le pongo en la mano. Este bocata de jamón sabe a gloria. De algún modo me
recuerda a la infancia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario