TONI
Acaricia sin convicción la caja de cereales, deslizando los
dedos por el cartón como ruedas que besan el asfalto. Al final no coge los
cereales, ni el bote de champú, aunque también lo toca con los dedos, ni la
cocacola, ni siquiera la leche. En su vagar accidentado por el supermercado,
con el mareo del que no sabe bien lo que hace, se cruza puñado de palabras
inconexas con Pedro, al que también encuentra en la maraña cuadriculada de
pasillos estrechos, rebosantes.
En la sección de carnicería, Toni detiene su sinsentido y se
para a mirar con extrema curiosidad un grupo de cabezas de cerdo, que parecen
alineadas para recibir la caricia de un bisturí. Como un homenaje al horror,
esos extraños ojos animales miran a Toni y a todos partes a la vez, en general
no tienen preferencias, dispuestas como están a invitar a cualquiera a su
pequeño homenaje a la muerte. Pide una de esas cabezas, la que no tiene ojos,
la que no mira, la que no le duele. Sí, se lleva la que no duele porque ve en ella
la fuerza poderosas de un amuleto eterno.
Caperucita llevaba la cesta llena de viandas y casi se la
come un lobo. Toni solo lleva una cabeza de cerdo, pero tampoco va a salir
indemne de su viaje por un bosque de productos, etiquetas, ofertas y colorines.
Se incorpora a la cola más larga y también la más rápida sin dejar de observar
curioso el contenido de su cesta roja, como si alguien lo hubiera introducido
allí. Lo deposita en la cinta, la cinta avanza y la vista de Toni choca con el
tatuaje que se aloja en la mano de la cajera. Lo reconoce al instante, dos o
tres lágrimas se quedan dentro de su cabeza y Toni sale a la calle a tomar aire
porque se está ahogando. En la primera papelera que encuentra arroja la cabeza
de cerdo. Sin mirarla porque no tiene ojos.
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