INÉS
El uniforme le hace sentir parte de un campo de
concentración nazi, uno de los pensamientos sombríos que abarrotan su cerebro,
amenazando con explotar dentro de su cabeza. No tiene el número tatuado en el
brazo como aquellas personas, pero sí un dibujito en la mano cuya inocente
apariencia representa un futuro en ruinas. Se dejó arrastrar por la corriente de
Toni hasta que su vida se ahogó. Lo que quedó de aquel naufragio todavía no ha
reflotado, así que desconoce cuáles serán los nuevos raíles por los que
transitará su existencia, detenida por el momento.
Le gustan los colores que pueblan un supermercado, la
vivacidad de las frutas, los chirriantes envases de limpieza, todo contribuye a
cubrir de pintura una pared desconchada, esa en la que cuelgan los jirones de
su tristeza. Cajeras, cómo las detestaba, ahora entiende lo cerca que se
encuentran de una vida monacal, de un comportamiento mecánico que protege de
peligrosas reflexiones. Estás sepultada Inés, por paquetes de fruta, caramelos,
botellas de cocacola, bolsas de patatas.
Un extraño producto se cuela en su cinta: la cabeza de un
animal de la que apenas se aprovecha nada para comer. Le agrada observar lo
cerca que se encuentra de la muerte, en su versión más grotesca porque el
cerdito no tiene ni ojos. Lo observa y está a punto de levantar la cabeza para escrutar el rostro del comprador, pero se vuelve a imaginar en un campo de
concentración con su uniforme y lo último que quiere es encontrar la mirada de
un oficial nazi. Y, aunque no lo sabe, consigue evitar un dolor aún mayor.
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