El canibalismo no entiende de razas |
La película cumplió su labor terapeútica. Ya desde los anuncios, Maris se sintió fuera de este mundo o al menos fuera de las oscuras cavilaciones que solían torturarle. Disfrutó con los tres trailers y cuando empezó la película ya había sido absorbido por la atmósfera. La luz muy baja, el sonido atronador, el mar de butacas. Se sintió relajado, en un paraíso de sosiego durante la primera media hora del film, una cinta diseñada para que Portman se llevara el Oscar. Los movimiento felinos de la bailarina seducían al policía: un velo de calma cubría sus cinco sentidos. Hasta que el oído dio la señal de alarma. Crujidos, crujidos rítmicos y montonos enturbiando su paz interior. Espero cinco minutos pero el ruido no cesaba. Crunch, crunch, crunch. Se dio la vuelta y sus ojos toparon con una monumental montaña de palomitas. Un tipo sentado justo detrás de Maris se las tragaba con parsimonia, haciendo un ruido innecesario. El policía podía escuchar cada lamido, cada diente triturando maíz, cada trago de aquella garganta infame. Y el embrujo de la bailarina se esfumó y volvieron los recuerdos y la imagen del padre y la depresión del coche patrulla y la rutina machacando el porvenir y toda la arena sepultándole. Pero Maris no dijo nada a su vecino de butaca durante los siguientes 78 minutos de celuloide. Y cuando llegaron los títulos de crédito, arrasado por las lágrimas tras una hora larga de viaje al infierno, volvió a su mente la imagen de las manos sangradas. Se puso de pie, dio la vuelta y acarició la pistola que colgaba de su cintura. Mientras acribillaba al comedor de palomitas, pensó que la cárcel purgaría todo su dolor.
(Interpretación libre de un suceso real)
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