6 de febrero de 2011

Relatos 4: Presas de caza


Resulta muy extraño verte postrado en esta cama de hospital. Tú, siempre sano como un roble, enredado en un puñado de tubos que parecen chuparte la vida poco a poco. He planificado al milímetro mi comportamiento, pero sin calcular la impresión que me producen los hospitales, capaces de deshilacharme el corazón. Lanzo un vistazo rápido a la habitación y compruebo que estás solo, dormido y rodeado de flores. Más que tu convalecencia parece tu funeral. Apoyo el bastón en la puerta. Estás dormido, pero puedes despertar en cualquier momento. Y nunca jamás te permitiría verme caminar con esta prótesis de madera. Cojeo hasta la cama, me siento a tu vera y compruebo que mamá lleva razón. Me lo ha avisado por teléfono antes de coger un taxi hacia el hospital.

-       Nico, ¿seguro qué quieres verlo?– me ha dicho, mientras un puñal de tristeza rasgaba sus cuerdas vocales.
-       Creo que sí, mamá.
-       Hijo mío, está muy mal, muy pálido. No sé si saldrá de esta.
-       No digas eso, mamá, ya sabes lo fuerte que es– he contestado sin convicción y menos mal, porque mamá ya no me escuchaba, solo lloraba.

Mamá decía la verdad, estás muy pálido. El tono cerúleo de la pared resalta los brochazos que te resquebrajaban la cara, pintados con el color de la muerte. ¿Entonces es cierto? ¿Vas a morir? Cómo saberlo, cómo escrutar el alma de un hombre que convirtió la mentira en el engranaje de su vida. ¿Serías capaz de fingir hasta tu propia muerte? Te estarías superando papá. Miro hacia la ventana, buscando que algo de luz bañe mis ideas. Respiras trabajosamente a menos de diez centímetros de mi. Hacia años que no estábamos tan cerca. Imagino la situación que se produciría se despertaras de repente. Lo primero que verías sería mi cara. ¿Qué pensarías entonces? “Mi hijo está aquí. ¿Sigo dormido y es un sueño? ¿Cómo estará? ¿Y su pierna?”.



Pues mi pierna está mal. El mes pasado entré en quirófano por quinta vez, arropado por los ánimos de mi médico que, a estas alturas, tiene tan poca credibilidad como tú. Es cierto que algo he mejorado, pero el bastón es para toda la vida. Esa maldita compañía que tú pusiste en mis manos hace casi quince años. ¿Recuerdas aquel día? ¿O ya has engullido la culpa, si alguna vez llegaste a sentirla? Yo era un chaval y me gustaba jugar al tenis, no asesinar animales, pero que más daba. A las nueve de la mañana escuché tu voz, apenas un susurro que bastó para despertarme.

-       Nico, tengo una sorpresa para ti.

Era domingo y un sol radiante dividía tu rostro en dos. Aquella imagen se me quedó grabada. Tu sonrisa de tahúr abalanzándose sobre mi cama. Esa cara ensayada que te tantos negocios te ayudó a cerrar. Yo estaba medio dormido. Fue la última vez que te miré con respeto.

-       Venga. Vístete.

Me diste unas ropas de color caqui que vestí sin rechistar. Bajé a desayunar. Tú ibas ataviado igual, así que yo parecía tu réplica en miniatura. Era ridículo, pero a ti parecía llenarte de un gozo secreto que se te filtraba por los ojos. Salimos al porche y ahí estaban las escopetas, alineadas milimétricamente, esperando con rabia contenida el momento de escupir balas. Me horroricé.

-       ¿Qué es esto papá?– pregunté
-       Hijo mío, son escopetas. De verdad, no como las de la feria. Nos vamos de caza.

No tenía ni idea de que asesinabas animales. Un aspecto de ti desconocido para mi, como tantos otros que fui descubriendo con el goteo de los años. Sobrecogido por la impresión, entré en el Mercedes. No dije nada en la media hora que duró el trayecto, solo podía mirarte a hurtadillas e imaginar cosas horribles. Mi padre mata animales. Mi padre mata animales. ¿Qué más cosas horripilantes hace?

El traqueteo de la grava interrumpió mis oscuras cavilaciones. Ya estábamos en pleno campo. Seguimos por una senda estrecha que moría en una amplia explanada, donde había aparcados tres coches más, todos caros como el tuyo. Al lado, sus propietarios charlaban a voces y bravuconeaban escopeta en ristre juntos a otras réplicas como yo: sus hijos. Me estabas utilizando para cerrar un trato con aquellas personas que parecían tan importantes, pero qué iba a saber yo entonces. Tenía 14 años. Era un niño, papá. Aunque ya lo era menos dos horas después, cuando se me disparó la escopeta en la rodilla y sentí el mordisco de la bala. No me habías explicado cómo funcionaba la escopeta, ni el gatillo, ni el seguro, no me habías hecho ni caso desde que habíamos aparcado el coche. Y ahora, cuando mi cuerpo teñía de rojo el ocre del campo, solo acertabas a echarme la culpa. De mi rodilla manó un litro de sangre, mezclada con toda la inocencia que todavía conservaba. Aquel accidente quebró un trato y el vínculo entre un padre y su hijo. Todavía hoy, al pie de esta cama en la que yaces moribundo, me pregunto qué golpe acusaste más.

Y ahora estamos en la habitación 338, lacerados por un daño irreparable. Casi en contacto físico hasta que entra le enfermera con la bandeja de comida. Me dirige una mirada cargada de cariño, que, al mismo tiempo, invita a abandonar la habitación. Capto la intención. Además, el ambiente del hospital empieza a incomodarme como arena en los ojos, así que es la hora de marchar. Me levanto, camino hacia la puerta y abandono la habitación, a pesar de la frase apagada que te escuchó balbucear a mitad de camino.

-       Nico, te dejas el bastón…

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