16 de febrero de 2011

Relatos 5: Separar la mala hierba del trigal (en la dictadura argentina)


Diciembre de 1977.

Llevo unos diez minutos manteniéndome a flote en medio del Océano Atlántico y tengo mucho frío. Además la pierna que no se me ha roto está empezando a acalambrarse, así que no voy a sobrevivir más que unos minutos más. Ahora pienso que sería mejor haber muerto con la caída, pero mi instinto de supervivencia me hizo adoptar esa postura que aprendí nada más ingresar en el Ejército: cuerpo perpendicular a la superficie del agua y brazos pegados a los costados. El golpe ha sido tremendo (no sé cuántas fracturas tengo) pero he podido sacar la cabeza y seguir respirando un rato más antes de acompañar a mis compañeros de vuelo en el viaje final. Ellos no han sobrevivido al impacto supongo, porque no veo ninguna cabeza encapuchada asomando en el océano. Mire hacia donde mire, solo veo dos tonalidades de azul, el mar y el cielo, abrazados en el horizonte: una sosegada antesala de la muerte. Ahora me doy cuenta de que preferiría haber muerto con la caída porque me horroriza pensar qué tengo debajo de los pies.  Incontables seres vivos que mi agotamiento y trastornada imaginación convierten en monstruos ávidos de carne humana. Como algo me roce las piernas moriré del susto antes que ahogado. Pase lo que pase estoy condenado por mi culpa, por no cumplir rectamente con mi deber. Un momento de flaqueza puede arruinarte la vida y así tengo que asumirlo. Si no hubiera fallado ahora estaría a punto de aterrizar en Buenos Aires, de abrazar a mis padres, de seguir consagrando mi vida al glorioso Proceso de Reorganización Nacional.  

Pero ni siquiera yo he quedado libre de la debilidad. Yo, que fui educado con rectos valores por mi familia, por mi padre, que ya era capitán del ejército argentino recién cumplidos los treinta años. Por mi madre, siempre a su lado, mostrándole respeto, servicio y reverencia, la actitud de amorosa entrega propia de una buena esposa. A mí que nunca me faltó de nada, a mí que me enseñaron a entender el valor de las cosas, el esfuerzo que exigen las conquistas. Criado en el mejor ambiente posible y, sin embargo, débil en el momento decisivo y condenado a tocar la muerte con los dedos. Pronto me fundiré con ella en la inmensidad del Océano Atlántico. 

Esta vez no cabe el humor: Videla, un perfecto hijo de puta

La vieja de la guadaña, que tan lejana me parecía hace una hora, al partir del Aeroparque Jorge Newberry, en el extremo sur de Buenos Aires. Me extrañó que mi capitán nos citara tan de mañana (casi no había amanecido) y vestidos con ropa de calle. Todos juntos en la pista de despegue, esperando a mi capitán y sin uniforme, nos hemos sentido un poco desnudos, pero nuestro objetivo es cumplir órdenes. Solo llevo dos años en la Armada, pero no me hizo falta aprender el valor de la obediencia porque esas cosas se enseñan en casa y a mí mis padres no me fallaron. Finalmente mi capitán ha aparecido en la pista también vestido de calle y, sin mediar palabra, ha hecho gesto con la mano para que le siguiéramos. Varios aviones y avionetas sembraban la pista y mi capitán se ha subido a un SC7 Skyvan, un modelo muy pequeño con hélices y capacidad para unas 15 personas. Dentro me he topado con una escena extraña: un cura aguardando de pie y, a su lado, seis personas encapuchadas y de rodillas. El cura nos ha dirigido un breve sermón, algo sobre “separar la mala hierba del trigal” creo que ha dicho, aunque la mayor parte de sus palabras se me han escapado porque estaba nervioso antes de mi primera misión. 

Resulta que va a ser la última también. Lo pienso y me entras ganas de llorar, sobre todo si me comparo con mi padre, el mejor militar de la historia de Argentina.  Él sí muestra fortaleza. Pero yo no he heredado ese rasgo de su carácter. Yo soy débil. He pasado mi vida pensando lo contrario, pero desde el despegue he sentido una flojera en las piernas que ya me ha alarmado. Acabadas la charla del cura, él se ha bajado y nosotros hemos entrado en el avión. Las seis personas encapuchadas parecían dormidas o drogadas, tampoco lo he preguntado. 

 Ya en el aire, mientras penetrábamos el océano, mi capitán nos ha dado otra charla, esta vez sobre el “la falta de patriotismo”. Me ha servido para coger confianza porque yo sí soy patriota. Fuerte, así me sentía cuando el avión ha disminuido la velocidad para quedarse medio suspendido. Nadie ha hecho ninguna pregunta a pesar de la situación tan extraña, pero es que no estamos para charlar, sino para actuar y cumplir órdenes. De repente, sin mediar palabra, mi capitán ha cogido a uno de los encapuchados, lo ha levantado del suelo y lo ha conducido a la puerta abierta de la avioneta. Nos ha mirado desde sus gafas de sol y ha arrojado a ese hombre al mar. Al principio nos hemos quedado muy impactados, pero mis compañeros han ido reaccionando y, uno a uno, han hecho lo mismo que mi capitán. Les he visto y he tenido ganas de que el tiempo se detuviera un poco porque la cabeza no me respondía. Pero no ha podido ser y, pasados un par de minutos, solo quedaba un encapuchado a bordo, el que yo debía tirar.  Me ha temblado el cuerpo y mi capitán se ha dado cuenta. Me ha gritado. No podía elegir. He cogido a mi encapuchado y lo he llevado hasta la puerta. Pero no he podido tirarlo. Mi capitán lo ha hecho por mí mientras yo me derrumbada en la avioneta. 

Flaqueza. Debilidad. Defectos imperdonables. He pensado en deshonra, en vergüenza, en el inmenso honor de mi padre marcado para toda la vida por mi culpa. No lo he soportado. He mirado a mis compañeros de vuelo y, sin mediar palabra, me he tirado al océano antes de que mi capitán vertiera la primera palabra de reproche. Así le he demostrado al mundo que yo también soy capaz de asesinar por mi país. Ahora siento pena y alegría. Otra vez tengo muchas ganas de llorar, pero no puedo. La pierna ya no me responde y no puedo mantenerme a flote más tiempo, así que ya está, se acabó. Me hundo. Mientras me traga el oceáno, levemente mareado por la falta de oxígeno, me doy cuenta de que mi cadáver se quedará aquí y que nunca tendré una lápida que recuerde al hijo del glorioso Jorge Rafael Videla, presidente de la República de Argentina. 

(Inspirado en hechos reales: los vuelos de la muerte).

3 comentarios:

Esther dijo...

Absolutamente impactante,... el relato te engancha y tienes que seguir leyendo.

Anónimo dijo...

Una historia muy dura la de Argentina con Videla... Está genial escrito, resulta conmovedor

Guillermo dijo...

Me alegro de que os haya gustado. Los vuelos de la muerte son un claro ejemplo de atrocidad humana. Todavía siguen trayendo cola, como todas las heridas históricas no cerradas.