28 de octubre de 2010

Relatos 2: Ánimo, ¿vale?


Se me acercó aquel hombre. Parecía que alguien le había succionado el rostro y ahora apenas quedaba carne en la que alojar esos ojos meditabundos, perdidos, dislocados. Vestía un chándal y arrastraba por el vagón una mochila de tela vaquera. Levanté la vista del periódico para escuchar mejor lo que intentaba decirme, pero era imposible entender nada en aquel hablar bajito y extraviado. No sabía qué imploraba, pero sabía que imploraba. Saqué la cartera del bolsillo y abrí el monedero, donde había una moneda de dos euros y otras dos de veinte céntimos. Dejé la grande en su sitio y le tendí las dos pequeñas. El extendió una mano que solo era dedos y recogió el botín sin fuerzas para agradecérmelo porque solo le quedaba aliento para seguir arrastrando la mochila. Unos segundos después volví a escuchar sus ruegos. Ahora le tocaba a una chica morena y guapa de unos veinte años que refugiaba los pies en unas largas botas de cuero. Escuché claramente lo que ella dijo, “es que no llevo nada”. El hombre descarnado no se inmutó y siguió peleando contra el mundo camino del siguiente vagón. Era la una y media de la madrugada. Al cabo de dos estaciones escuché un sonido nuevo que interrumpió mi lectura. No podía creer que alguien estuviera sollozando. Un lamento sordo, mezclado con sorbo de lágrimas, en el que la tristeza quedaba varada. Pensé que el hombrecillo estaba seco, que no podía llorar de esa forma, y acerté. A mi derecha, en la siguiente bancada de asientos, la chica que no tenía monedas se estaba desbordando con la cabeza entre las manos. 

Agresión visual continuada. Tarjeta amarilla.

Quedaban dos estaciones para llegar a mi destino y me pareció muy poco tiempo para resolver aquel enigma. Encima perdí una estación sin hacer nada, paralizado por ese llanto profundo en el que se expandía una pena insondable. Era muy desconsolado. Estábamos a punto de llegar a mi parada y me levanté, notando que tenía las zapatillas bañadas en plomo. Me liberé un poco de peso mientras entrábamos en mi estación.
-       Oye, ¿te encuentras bien? –dije después de levantarme, a un metro de distancia de las lágrimas.
Ella levantó la vista, incrédula. Me dijo que sí con la cabeza, pero que no con el alma, que también se expresó aunque no sé cómo. Luego pasaron cinco segundos hasta que el convoy freno del todo. Entonces pulsé el botón, se abrió la puerta y saqué medio cuerpo del vagón antes de volverme.
-       Ánimo, ¿vale? –le dije, sintiéndome mal porque no podía ayudar más.
Ella tenía una mano en la cara, atareada con un pañuelo. El sofoco no le dejó contestar. Con la otra mano me regaló un adiós sincero. También dijo que sí con la cabeza, sonriendo. Mientras subía las escaleras mecánicas me sentí feliz, pero solo duró un puñado de segundos. El metro siguió su camino con la chica dentro y yo lo vi marcharse desde la altura. Salí a la calle y las últimas escaleras, estas de piedra, trocearon mi sombra. La ciudad descansaba como un dinosaurio herido.

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